martes, noviembre 30, 2010

Pensamiento científico

La conferencia era ya. Gran expectación de la comunidad científica toda, de los miembros de las agencias internacionales de prensa convocados y agolpados en el recinto, y de algunos millones de espectadores en todo el mundo que, escépticos, aguardan con atención el anuncio de algo (cualquier cosa) que justifique tantos gastos, tantas fórmulas y tanta máquina.

El jefe del proyecto (una eminencia, muy canoso, candidato al Nobel de física) se apresta ante el auditorio con el fin de dar comienzo al informe. Ha esperado ese instante desde la noche en que su padre lo llevó a conocer el cielo. Manejó horas y días por caminos y huellas y la corteza de la tierra, hasta encontrarse lejos del resplandor de las ciudades, de los pueblos y de los cascos de estancia: ni media nube, la luna nueva. Entonces dejó caer la vista al firmamento, y dedicó su vida al estudio metódico de lo tácito.

Los trabajos destinados a la recopilación y cotejo de evidencia adquirida con posterioridad a los experimentos definitorios, y tendientes a la confección de conclusiones preliminares, con el objeto de propiciar, en esquemas sucesivos y últimos, un informe final (el mismo que el jefe del proyecto está a punto de leer), habían demorado meses, un año casi. Y no era para menos, ya que el registro de colisiones de haces de protones que el acelerador de partículas subatómicas había concretado a un noventa y nueve coma nueve por ciento de la velocidad de la luz, generó en el corto plazo un sinnúmero de datos y cálculos remanentes que se hizo imperioso confrontar con pruebas previas, con montañas de teoría y con la opinión e interpretación de las mentes más brillantes en esos campos del conocimiento.

Los resultados finales, a punto ya de develarse (precisamente ahora el jefe del proyecto, un canoso alto y muy delgado, se dispone a hablar frente al auditorio, se agita el recinto, se ruega a los asistentes que guarden silencio), fueron tan inapelables como inquietantes. Y no por lo sorprendentemente inesperado de las conclusiones (que, efectivamente, así eran), ya que eso habían previsto hasta la desazón; era eso lo que habían imaginado al figurarse los pormenores y las implicancias de un hallazgo paradigmático, anticipándose, por lo demás, a la certeza de una manifestación cuyas consecuencias habrían de imponer al mundo una cosmovisión fragrante y provechosa, una Era nueva de pensamiento y de sabiduría, algo a lo que consagrarse y por lo que luchar unidos y sin rencores, una esperanza, otra conciencia, más misterio. Sí, habían soñado, con razonable cálculo, una teoría ulterior que unificara las elucubraciones más descollantes de la mecánica cuántica con el sublime astronómico; y hasta ligaron, en esbozos figurados, el modelo sin glosas del Principio de Incertidumbre con una hipótesis más o menos consistente de la infinitud universal, de un número infinito e incesante de universos.

No, no era inquietante en un sentido vinculable a lo imprevisto, a lo inabordable, a lo desconcertante, al abismo. Era sistemáticamente peor, y, sobre todo, más real que el impulso nervioso que determina una emoción ligada a la confusión o a la angustia. Susceptible de suposiciones previas, sí, pero asombroso en su comprensión cabal. Sólo restaba expandir el entusiasmo, divulgar el saber que brotaba de la certeza.

Felices y alterados, los científicos gestaron una batalla cruda con pretensión de hilvanar un discurso que se ajustara a fines divulgativos, no sólo en amparo de una recepción masiva y popular, sino aspirando a la aprehensión de aquellos expertos que, paradójicamente, verían limitadas sus chances de entendimiento aún en posesión del saber necesario comprometido en tecnicismos y terminología, dadas las características del hallazgo que el jefe del proyecto, en estos mismos instantes, ha comenzado a difundir.

Afanados en descripciones, deshicieron dictámenes. Volvieron sobre los pasos de la redacción hasta encontrar el error, el mínimo escollo, y después otro. Un problema de la fiabilidad con que la matemática recreaba los conceptos, matizándolos. De repente, un conjunto de vidas dedicadas a fórmulas, a precisiones fácticas y a taxonomías, fluctuaba ante la convicción insustituible, lo que el propio conocimiento dificultaba por incatalogable, y porque la ciencia, en su precisión, transfiguraba en el sentido, o en los sentidos. O era otra cosa.

Noches no durmieron, infatigables en el trance de un registro detallado, descartaron borradores y eliminaron páginas enteras en busca de un estilo llano hasta ir encontrando la voz que expresara el cambio y el tono, el conocimiento implícito en los resultados de la explosión de protones, cualidades conforme a implicancias de la materia oscura en dimensiones alternas, tuvieron que empezar de cero una vez más hasta acabar desde el comienzo, desde las condiciones de posibilidad del origen (previo) registrado en la evidencia, por lo demás incontrastable.

Y fue nomás el jefe del proyecto el que dio en la tecla, como no podía ser de otro modo, ni de otro cráneo, ante el estupor del resto que repasaba mentalmente el anuncio (lo sabían de memoria), y lo aceptaron (el prestigio de los involucrados estaba en juego), porque era eso, y estaba todo, la hoja con la rúbrica que era el sello de aprobación del Instituto, la misma que ahora el canoso porta ante la audiencia que oye impávida, y que él lee impertérrito sin alcanzar a intuir si de un modo u otro harán el esfuerzo por entender, no tanto el mundo, sino más bien ellos, sus colegas, y sobre todo él, por más que no se trate en sí de un esfuerzo, no, no es un esfuerzo. Tampoco es un poema demasiado breve; aunque sí, en cierto modo, relativamente corto. Y en verso libre.
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