domingo, junio 13, 2010

Era

Peterson sabía que la llegada del año diez mil podía destruirlo. Sabía que, a consecuencia del afán lisérgico que desde tiempos memorables incitaba en la raza cada número redondo, los hechos en torno al anunciado aumento de cifras (¡cinco!) habrían de culminar en una de esas largas y desmesuradas celebraciones globales que tanto lo fastidiaban (que, a decir verdad, lo deprimían), y de la que no podría sustraerse (pensaba) ni aún matándose la misma noche del treinta y uno, o mucho antes, o matando al resto del mundo.

A principios de la primavera comenzó a odiarse. Porque, si bien el estupidizante clima de jolgorio generalizado que se venía insinuando desde los primeros meses de ese año (¡nueve mil novecientos noventa y nueve!) era algo que le ponía el poco pelo que le quedaba de punta, mucho más lo enloquecía la conciencia de su rotunda incapacidad para ignorar el registro minucioso de todas las simbologías, novedades y paradojas que (el mundo imaginaba) habría de suscitar el instante inevitable en el que el quinto dígito se hiciera presente con todo el rigor de lo material, como un filo.

Aceleradamente hacia el fin de esos tiempos, los días se volvieron regresivos. Actos públicos que organizaba el gobierno, misas multitudinarias (después de todo, era después de Cristo), festivales, ollas populares. Peterson sintió, con inequívoca certeza, que la proximidad del acontecimiento amenazaba con afectarlo seriamente hasta destrozarle los nervios uno por uno.

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A principios de diciembre esbozó el plan.

Pasar la semana posterior a la navidad, y la primera de enero, propiciando el mayor grado de desatención a esa vorágine exagerada y por demás impuesta. Hizo una lista mental. No asistir a eventos. No ir a reuniones (de ningún tipo). No leer los diarios. Evitar a los amigos, e incluso a la familia (o sobre todo a la familia). Evitar, por supuesto, el diálogo casual con desconocidos. No atender llamados de ninguna índole. No ir al trabajo. No dar aviso a las autoridades. No consultar con el personal a su cargo. Aunque lo echaran para siempre de Naxa. Aunque Mara no le hablara nunca más.

A mediados de mes (que, al menos para Peterson, amenazaba con ser el último no sólo de una Era) el futuro se hizo tan presente que el desenlace cobró forma por sí solo, como en una síntesis final de todos sus recaudos: irse.

Pensó que podría alquilar una de esas cabañas que había en la zona de bosques, a sólo una hora de la reserva nacional. Un sitio lo suficientemente apartado, virginal y a destiempo como para olvidarse del caos festivo y el peso de todos sus fantasmas. Sí, era una idea fantástica. Que el universo entero se tragara a sí mismo, ¿a él qué podía importarle? Por primera vez en muchos días, se sintió optimista y pleno.

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Pasó noche buena en casa de sus padres; había tíos, primos y supuestos amigos de la familia, confirmado por el hecho de que Peterson era la primera vez que los veía. La cena fue de lo más convencional, incluso por lo que se suponía que no lo era, o sobre todo por eso. Hubo palabras de agasajo y varios regalos, algunos de los cuales Peterson agradeció exageradamente. Alimentaba el entusiasmo en la expectación por la mañana del veinticinco, en que un ómnibus de larga distancia lo llevaría hacia la zona de bosques, a unas tres horas de distancia.

Esa misma tarde se había reunido con Mara en un café del barrio. Logró simular, en días posteriores a la consecución del plan, las ganas de asistir después del brindis a la casa de sus padres (los padres de Mara, por algún motivo que él no se explicaba, adoraban a Peterson), del mismo modo en que había simulado el deseo de viajar el veinticinco a la costa, con ella y su familia a pasar el fin de semana. Pero un escrúpulo de último momento (o no, o quizás también ese encuentro en el bar Las violetas era parte del plan) lo obligó al gesto prudente de comunicarle a Mara (a ella, al menos) los motivos reales de su verdadero viaje; y que no habría brindis en lo de sus padres, ni casa alquilada en la costa, ni mimos ni nada, cosas que ni siquiera iba a extrañar en la soledad del bosque, como tampoco iba a extrañar a esa gente que, en definitiva, era la única que lo quería.

No sintió culpa. Ni siquiera cuando Mara lo trató de loco irresponsable, de pendejo y de blando. Ni ante lágrimas y un silencio último que bien pudo ser la amenaza de algo mucho más definitivo, y que quizás no fue otra cosa. Apenas se limitó a expresar sus propósitos y ahí se terminó la charla, confirmado por el hecho de que ella siguió hablando sola un buen rato; después hubo un momento de silencio hueco que precedió a la despedida: un “nos vemos” sin miradas. En cuanto a su familia, no habría escenas mayores; dejaría una nota al día siguiente, antes de partir, o esperaría que Mara les avise. Respecto de Naxa, no le importaba en lo más mínimo.

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Antes del brindis, un tío sociólogo pidió la palabra. Ofreció una disertación (aburridísima) que intentaba dar cuenta del estado general del planeta al final de cada uno de los diez milenios que llevaban transcurridos en la Era cristiana; los pormenores políticos, sociales, económicos y culturales que matizaban y contrastaban cada uno de “esos ápices propensos al balance” (así habló), y un sinfín de variadas cosmovisiones que se habían ido sucediendo a lo largo de la historia, algunas de las cuales habían dominado el pensamiento durante muchísimo tiempo (la mayoría, pensó Peterson, de una ridiculez pasmosa). “¿Quién, hace cinco mil años, por ejemplo, hubiera imaginado todo esto, lo que hoy hacemos, lo que sabemos, lo que pensamos, el modo en que vivimos?”, fue la inquisición que, para finalizar, regó la mesa navideña de un silencio incómodo, que duró hasta que la madre de Peterson, anticipadamente, anunció la llegada del postre.

Regocijo sin fin cuando dieron las doce. Felicidades. Alegría prudencial de Peterson; una demora calculada y un retiro aún así temprano.

-Mara espera -fue la explicación que dio. La tortura del término de esa última versión de los tiempos empezaba a llegar a su fin.

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El ómnibus lo dejó en la aldea de los guardaparques, a medio kilómetro de la reserva. Eran cinco ranchos de madera, una proveeduría modesta y una garita a modo de puesto de control que parecía clausurada. Peterson saltó al suelo rugoso y dejó que el ómnibus se alejara. Aspiró hondo la tarde fresca.
No se veía un alma. Un breve páramo precedía la zona de bosques, y eso era todo lo que sugería un acceso al parque. Junto al pórtico del puesto había un cartel pintando con letras redondas, a mano.


Miércoles treinta y uno
Fiesta de la Comarca en el Club de Pescadores.
Cena, baile y show.
Esperando la llegada del año
10.000


El número lo habían escrito más grande, y en rojo. Peterson recordó las sensaciones que habían motivado el viaje, como quien se entera que el cirujano que lo operó le dejó adentro el bisturí, y justo antes de olvidarlas se dio cuenta de que no estaba solo. Echado contra una pared, cerca de la entrada de la proveeduría había un cuerpo. Era un hombre pequeño, de unos cincuenta años, blanco, vestido como un obrero. Estaba descalzo y dormía al solo tibio junto a un perro todo sucio que parecía una oveja y que tampoco se movía. Parecía la escena estática de una película muda, y Peterson se dijo que, por desgracia, en la ciudad se había perdido esa costumbre de dormir la siesta. Luego echó una última ojeada al entorno y caminó hacia el breve páramo que lo separaba de la zona de bosques, como si pudiera orientarse en lo desconocido.

La administración de las cabañas era una casita de piedra negra, atendida por una mujer muy alta y robusta, de edad avanzada, que estaba hecha con el mismo material que la casa, pensó Peterson. Le avisó que en la cabaña iba a encontrar todo lo necesario para subsistir las dos semanas que habían convenido por teléfono; luego le explicó cómo llegar, rodeando el sendero de arrayanes; le dio un mapa de la zona y le alcanzó una bandeja con una tarta humeante de manzanas.

—Obsequio de navidad—dijo con voz de abuela. Peterson le agradeció mucho y le deseó felicidades. Entonces la mujer se acercó hasta su cara y le preguntó si tenía pensado asistir a la fiesta del treinta y uno a la noche en el club de pescadores.

—Es con motivo del fin de la Era y la llegada del año diez mil —aclaró la vieja. Y agregó—: La entrada es libre y gratuita. Únicamente se aceptan donaciones para paliar los gastos, que por supuesto corren por cuenta exclusiva del fondo común de la reserva.

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Los primeros días los pasó en un estado lamentable, y eso que no esperaba otra cosa. Hacía demasiado calor y extrañaba la ciudad, las calles, los artefactos, las rutinas. Lo inquietaba el bosque. Su presencia cercana e inmanente; la oscuridad y el silencio que brotaba de él, como una brisa. Sentía que el bosque lo rodeaba como un precipicio horizontal. Con las horas, lo fue ganando una sospecha más aguda: no lo rodeaba, lo incluía.

De noche, sacaba un banquito y se sentaba un rato largo a mirar las estrellas desde la penumbra. Le parecía que los ruidos de los insectos, que saltaban o se arrastraban, de hojas o cosas no identificadas que se movían, o que Peterson imaginaba (que no eran ruidos, pero él igual los oía), conformaban de forma aislada una parte del mismo y único silencio.

Las primeras noches alcanzó a percibir, en alguna bóveda del cielo, una aurora violácea que se desplazaba hacia el sur y cada tanto era atravesada por fosforescencias abruptas, como lluvia de cometas. El cuarto día caminó bajo un sol tibio. Esa noche fue la primera de varias con un cielo tan diáfano como los que se ven desde fuera de la atmósfera. Se sentó en el banquito, de espaldas al bosque, y se masturbó mirando las constelaciones. Lo fue desbordando, poco a poco, una trayectoria de imágenes que culminaban siempre en Mara; Mara su cara, cada gesto, las muecas que hacía en la cama; Mara el socorro de sus senos.

La quería tanto, pensó, que podía vivir sin ella. Podía vivir sin verla ni hablarle ni tocarla. Como si quererla así fuera una escuela para querer las demás cosas; y el torrente de ese sentimiento fuera tan caudaloso que se derramara hacia el resto del mundo, y entonces Mara estaba en las cosas y en los seres, y él la habitaba en todos lados, siempre, sin mediaciones. O quizás no, y eso era sólo una excusa que él se inventaba para no ver la realidad (que, para peor, era la única). Se concentró en las constelaciones, tratando de descubrir los movimientos imperceptibles de una presencia en curso. Imaginó una mirada apuntando al mundo desde una distancia tal que su presente de percepción captara ese otro presente, el de Peterson, mediado y antiguo. Las cosas eran imágenes que se disparaban, visiones desprendidas de sí mismas ni bien encarnadas.

La vieja no le había dejado mate ni yerba. Peterson recordaba ahora sus palabras y trataba de pensar en alguien que, en su estado, pudiera subsistir dos semanas sin unos buenos amargos bien calientes. Café como consuelo, y tés orientales estrambóticos. Comidas enlatadas, o en frascos. Le gustaban sobre todo las sardinas conservadas en aceite, y sin darse cuenta abrió la última lata la noche del treinta y uno. Eligió dormir mucho, tanto que llegó a acostarse bien entrada la noche y despertar más allá del crepúsculo.

¿Qué iban a decir en Naxa ahora que decididamente había pateado todos los tableros de la responsabilidad? Se divertía imaginando a alguno de los empleados a cargo del jefe de supervisión (un rubio detestable) frente al monitor de mando de la consola auxiliar; la expresión adusta e inhumana que tenían todos los empleados de esa sección, acentuando sus caras de nada hasta un borde casi extremo de abolición formal, como en una metamorfosis de regresión dérmica; el razonamiento únicamente dirigido a interpretar el mensaje cifrado en la pantalla de eventos, cualquiera de los miles de códigos que habían sido catalogados por el Instituto, hasta agotar cada uno de los recursos que exigía el manual de procedimiento (pero había códigos que sólo Peterson conocía, claves que sólo él podía introducir), nada más que para prevenir una maniobra evasiva o peligrosa; obligado, por lo tanto, a abrir la válvula de descompresión y el programa de control de flujos, lo que evitaría un reajuste en los niveles externos del magma, pero sin dejar, en el fondo, de pensar en él, en Peterson, en todo lo que a esas horas juzgaría de mezquino, en el odio subcutáneo que le tenían y que habitaba tras la falsedad de esos rostros y del saludo amable, cotidiano y simple, y que ahora, por fin, podrían justificar sin esfuerzos, segregándolo.

Los últimos días apenas salió de la cabaña. Prefería quedarse adentro, pensando sin hacer nada, o mirando el cielo con la ventana abierta desde la cama. Eso le generaba un gozo dilatado y paciente, que antes ignoraba. Se agotaron las reservas de conejo en escabeche; sólo quedaba atún y duraznos enlatados.

La sola idea de volver a la ciudad lo entristeció un poco en las horas previas a la partida, y aunque especulaba con diversos y fantasiosos desenlaces alternos al plan original (que iban desde renunciar a Naxa y secuestrar a Mara hasta internarse para siempre en lo más profundo de ese bosque) sabía que no podría ignorar por mucho tiempo sus lugares y su gente, ni el mal necesario de sus rutinas y sus obligaciones. Por lo demás, había encausado con total eficacia el motivo primario de su abandono: evitar el escarnio y la grotesca euforia de un evento en el que no creía; el ensalce de una fecha como cualquier otra que, sin embargo, todos pretendían asociar a un dudoso esquema de los ciclos y de la historia, del tiempo y de la raza humana, pero que indudablemente no podría a la larga adquirir otro estatuto más que el de la olvidable anécdota, por mucho que festejaran y se emborracharan. En este sentido, y quizás en otros que ya averiguaría, su plan había sido un éxito. Estaba feliz cuando dejó la cabaña.

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Como la vieja de la administración había viajado a la ciudad y no iba a regresaba hasta la tarde (“por motivos médicos” decía la nota en la puerta), Peterson tuvo que dejar la llave colgando del picaporte sin poder despedirse. Un poco aliviado se sintió, consciente de que se estaba ahorrando los comentarios detallados sobre la fiesta que el treinta y uno a la noche los directivos de la comarca habían organizado en el club de pescadores.

La aldea de los guardaparques parecía tan desierta como el día que llegó. Junto al pórtico del puesto, habían quitado el cartel con el anuncio de la fiesta, y en su lugar había una serie de imágenes de la flora y la fauna de la reserva con comentarios sobre especies en peligro de extinción. Peterson echó un vistazo general; necesitaba averiguar la frecuencia de salida del ómnibus. La garita estaba vacía o clausurada. Caminó hacia la proveeduría. Se detuvo. Cerca de la entrada, contra la pared, estaba el hombre pequeño, blanco, de unos cincuenta años. Dormía descalzo y, de no ser porque era imposible, se hubiera dicho que no se había movido en dos semanas. Un cuerpo inerte y palpitante echado al mediodía gris.

Peterson miró la cara de ese señor manso, cara de paisaje tenía, vestido como un obrero, miró la planta gastada de sus pies, el perro todo sucio que aún seguía ahí, a su lado como una oveja inmóvil. Rápida y progresivamente, tuvo la certeza de que el mundo había cambiado.
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