lunes, diciembre 17, 2007

Cesar Vallejo: un poeta de puertas abiertas.

por P.G.F
"Una cultura nueva no se saca de la noche a la mañana de un bolsillo y, menos todavía, de un bolsillo roto".
C. V.

Introducción

La poética de Cesar Vallejo es, al menos, una poética de la vorágine. Entiendo que Los heraldos negros y Trilce configuran -en el tránsito que va de un poemario a otro- un pasaje en el que se afirma, asevera y agudiza esa suerte de torrente exacerbado que es sin duda un gesto artístico, seguramente el más osado allí presente. Pero, además, ese gesto es una brecha que se abre hacia lo indecible. Que encuentra en lo indecible su mejor y tan ambiciosa salida.
Los heraldos negros reconoce el terreno. Es la semilla, el estado larval del germen. Trilce, en cambio, y ya como eje central de esta tesis que trataré de abordar, se enarbola a la manera de un ápice o de un extremo de ese gesto, la máxima expresión de la propuesta vallejiana, o una de tantas.
En este trabajo intentaré probar que Trilce (sin pasar por alto su apogeo en Los herlados negros) se erige y constituye como una voz inusitada, que es la voz -según entiendo- de aquello que no se puede nombrar, o la expresión -siempre poética- de lo inenarrable, o mejor aún: de lo no poetizable.
Sostendré, ya hacia el final, que esta tendencia le otorga al conjunto de la obra un inexorable y evidenciado vacío en el orden de lo semántico, y que ese vaciamiento (que es textual), lejos de restarle al poemario alguna clase de vigor o consistencia de índole referencial, lo catapultan a una eclosión de posibilidades significativas en el marco de lo político y de lo social, además de lo coyuntural de su tiempo, aunque sin desmerecerlo como pilar incuestionable -ya probado- de otras poéticas futuras.


Desarrollo

En “Trilce del otro lado del espejo (lectura de un texto ilegible)”, Andrea Ostrov arriesga una lectura de Trilce partiendo del concepto de deseo, tan caro a los estudios lacaneanos. Según dicho trabajo, ese deseo se define por la imposibilidad de su objeto, la enunciación se torna sucesiva e inacabablemente generativa. Sostiene Ostrov: “Aquello que se pierde en el momento mismo de la enunciación hará que el acto -signado por el fracaso- deba repetirse ad infinitud.”
De ese pasaje me interesa, sobre todo, la idea de fracaso.
En un ensayo que se llama “Tres conversaciones con George Duthuit”, Samuel Beckett declama un conocido dictamen: “Ser artista es fracasar, como nadie más se atreve a fracasar”. En efecto, según esa mirada beckettiana por excelencia, la expresión es así una faena inabordable. El legado que nos deja, sin embargo, se cristaliza en torno a la idea de proliferación: seguir diciendo, a pesar de todo. Seguir diciendo, al menos, cuán imperioso resulta seguir diciendo.
El deseo en Trilce es, ya cité, un pasaje al fracaso. Cesar Vallejo le da una voz a la imposibilidad (y es la voz de lo innombrable, de lo inasible). Porque ese impedimento al que el poeta se ve sometido, ese fracaso, lo impulsa a transfigurar todo obstáculo expresivo en la posibilidad de una lógica superadora, de una “nueva lengua”.
Trilce se cimienta según la lógica de una nueva lengua. Es decir, una nueva ortografía, una nueva morfología, una nueva sintaxis, una nueva especialidad, y esa vorágine de sentido casi palpable en el orden referencial del signo. Toda lengua, lo sabemos, es un modo de concebir el mundo. Trilce parece un devenir de la lengua (la lengua española, y su poética entronizada: la poética del modernismo) tomando como origen de ese trance la desarticulación que nace con Los herlados negros. El resultado no es sólo otra lengua, sino también su consecuencia: otro modo de concebir el mundo, construcción que desbarata a esa vieja concepción.
La presunción de que esa lengua -producto de un devenir; y es flamante y por lo tanto incomprensible- se construye por medio de una supremacía del plano del significante -que Ostrov menciona- invita asimismo a reflexionar en relación al rol que ocupa lo formal en la creación de Vallejo. En ese sentido, parece claro que Trilce se plantea en relación a un engrosamiento de la forma, alejándose lo más que se pueda de toda veta de realidad aprehensible en el poema. No podría ser de otro modo, ya que, al ser una lengua mutante, se vuelve pura forma, y todavía sin objeto. Lo que nombra, aún no existe: es un mundo en construcción en el que no hay nada a lo que se pueda aludir, es sólo Palabra, y nada más quedan (en la superficie textual) rugosidades de la vieja lengua, remembranzas de un mundo pasado que aún, a veces, subsiste:
XXVIII:
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el fecundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.

Cómo iba yo a almorzar.
(…)
Cómo iba yo a almorzar nonada.
(…)
Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,
y el sírvete materno no sale de la
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria de amor.

Hay un aura de nostalgia que franquea el poema. Se atisba como una rémora del viejo mundo del que el poeta aún no ha logrado desprenderse. Estos pasajes, cuando más se dejan leer en relación a una esfera referencial (la madre, el padre, la infancia), es cuando más se aprecia la conservación de una sintaxis, de una gramática normativizada. Cuando más atina la escritura vallejiana al mundo de lo desconocido, al universo innominable y por construir que desbarajusta el orden perimido, más se aprecia la irrupción de nuevas intervenciones en cada nivel de análisis lingüístico:
Fonológico (en LII):
Esos sus días, buenos con b de baldío,
que insisten en salirse al pobre
por la culata de la v dentilabial que vela en él.

Morfológico (en LIX):
Andes frío, inhumanable, puro.

Que aniquila prosodia (enXXXII)
Rumbbb… Trrraprrr rrach… chaz.

Sintáctico (en LXXIII):
Ah míos australes
(en LXXII):
Y la dulsura
dio para toda la mortaja, hasta demás.

Como buen gesto de vanguardia, todo lo que se genera en estos planos posee una proyección hacia el futuro, vale decir: es teleológico, arremete contra el pasado, contra el sello de la norma anquilosada, es un devenir que se abalanza en la búsqueda de lo por venir y aspira a la novedad, a un nuevo entramado de significaciones. La sensación, al abordar estos poemas, es la del extranjero que apenas puede aferrarse a una serie de consideraciones semánticas respecto de una lengua que se le resiste.
El paso de Los heraldos negros a Trilce está marcado por una virulencia que se da en el aspecto sintagmático de la escritura, según ese plano del estudio saussureano según el cual las palabras contraen entre sí “relaciones en presencia”. Esto plantea, muchas veces, una disgregación en aumento del campo lógico semántico que se establece entre los signos. Aquello que en Los heraldos negros es fluctuación de un juego que se funda en un principio antes que nada fónico, tal como lo remarca el trabajo de Roberto Ferro (“La corrosión de la voz”), en Trilce, además de un afloramiento de la mirada como condición de abordaje, se produce una mayor injerencia en los intersticios de la palabra (en LV):
Otro está tendido palpitante, longirrostro.

Como también una injerencia en el enunciado (en LIX):
Entonces las ojeras se irritan divinamente,
y solloza 1¿l sierra del alma (…)

Esta características, decíamos, evidencia una creciente complejidad en el marco de las relaciones en presencia de las palabras, donde se torna dificultoso establecer lazos o puentes entre los signos para reponer una lógica de significación. El poeta vuelve a decir lo innombrable, aquello que crea fuera del mundo (tal vez en ese sentido no se sirve para la creación de la consabida naturaleza, a la manera de Huidobro, más bien inventa -también- a la naturaleza), insistiendo en esa tensión extrema que se provoca cuando lo que reclaman las palabras (sus complementos naturales, su lógica sintáctica, el orden de aparición de los signos o las reglas prosódicas -una que l no puede aparecer sola, requiere de un núcleo vocálico en el español) se desvirtúa por medio del trabajo de escritura que significa ir hasta el fondo en la búsqueda de la pura forma (“Absurdo, sólo tú eres puro”, LXXIII).
La naturaleza material de los poemas, su resistencia de superficie, el uso de mayúsculas, el juego de la espacialidad (que en Los heraldos negros presenta una estructura más clásica), las numeraciones o puntuaciones que tornan al texto fluctuante, estriado, esa suma de procedimientos no sólo resulta de una labor que exige y captura a la mirada, tal como señala R. Ferro, sino que también es una constatación del acceso a un registro ignorado, una exploración de los signos que se torna tangible porque han sacudido su carga de abstracción, parecen haberse independizado de una semiosis que fatalmente es nexo a un sistema de valoraciones.
Tal vez sea este último punto el que mejor deposite este análisis en el terreno de un vínculo estrecho entre la poesía de Vallejo y un orden histórico, social y político. Si, como afirmaba al comienzo, Trilce conforma una voz inusitada, una voz de lo “no poetizable”, en la medida en que es una voz que intenta apartarse de un mundo de ideas que se sostenía en una determinada sintaxis, en una determinada estructura fónica (cierta cadencia eufónica del verso), en un mundo que en Trilce no se usará como herramienta para crear poesía, sino que pasará a nutrirse de ese puro significante -que hasta entonces había sido el mero vehículo para un sentido, y no un centro o un foco de lo poético-; si todo eso, como sostengo, matiza la voz de un yo y la erige como única y sin precedentes, es probable que también podamos extrapolar estas definiciones al ámbito de lo cotidiano, de los modelos o prácticas lingüísticas ligadas a lugares comunes de la lengua, a asuntos de clase, a sedimentos de significación sociales, ya que ¿es posible pensar la poesía fuera de un contraste, el contraste con lo público? El carácter dialógico -intrínseco al lenguaje- nos invitan a creer que no.
Cesar Vallejo fue un poeta comprometido políticamente. Su poesía, en ese sentido, no aparece como inocente de una exégesis de lo histórico-social, con todas las mediaciones que el arte implica (otra vez: la forma). Esto cuaja a la perfección con el gesto de las vanguardias históricas, en el sentido de que vanguardia artística y vanguardia política se vinculan antes que nada en esa proyección hacia el futuro, en esa escisión con estéticas pasadas y formas anquilosadas que se emparentan con el vehículo expresivo de un tiempo, de un canon y también de una hegemonía: el realismo, por ejemplo, como vehículo expresivo de la burguesía en el siglo XIX.
Los heraldos negros, por su anclaje en una tradición del modernismo, a pesar del desmantelamiento que ya se anuncia en títulos (“¿……..”), en la inclusión de diálogos, en el uso de neologismos, en la “desesperación” de la forma, aún conserva un vehículo expresivo de vieja usanza: la métrica, la rima, las alusiones, la temática, la relación semántica lógica de las palabras, el soneto:
SAUCE
Lirismo de invierno, rumor de crespones,
cuando ya se acerca la pronta partida;
agoreras voces de tristes canciones
que en la tarde rezan una despedida.
Visión del entierro de mis ilusiones
en la propia tumba de mortal herida.
Caridad verónica de ignotas regiones,
donde a precio de éter se pierde la vida.
Cerca de la aurora partiré llorando;
y mientras mis años se vayan curvando,
curvará guadañas mi ruta veloz.
Y ante fríos óleos de luna muriente,
con timbres de aceros en tierra indolente,
cavarán los perros, aullando, ¡un adiós!

Se aprecia aún un parentesco estrecho con un canon formal del poema. El afán vallejeano de crear una gramática intransferible, una sintaxis y una ortografía, una semántica singular, se mantiene, como se ve, aferrado aún a ciertos preceptos. En la edición de las Obras Completas que prologa Enrique Ballon Aguirre, y que recopila escritos y ensayo del poeta peruano, leemos en Vallejo que “la técnica, en política como en arte, denuncia mejor que todos los programas y manifiestos la verdadera sensibilidad del hombre”. En efecto, Vallejo parece poner al servicio de esa técnica todas sus inquietudes respecto de la afirmación de una personalidad artística y política, como también de una sensibilidad novedosa. Por eso el pasaje a Trilce, a esa voz singularizada y única (que nombra lo innominable), a esa ostranenie doblemente extrañada, supone también la quintaesencia de su apuesta. Pero lejos de permanecer en la abstracción de la pura formalidad, sin ligazón con la esfera social, esa condición le concede no por supuesto un carácter realista, pero sí un efecto en la realidad social a través del ejercicio de la escritura.
Como señala Ballon Aguirre, Vallejo consigue “desalienar la palabra”, lo cual lo lanza de lleno al ámbito del compromiso social, ya que establece una lógica nueva entre las palabras que trasciende una ideología subyacente en una conducta comunicativa tradicional. El arte, en Vallejo -y habría que decir, tal vez, que en Trilce sobre todo- está enraizado a una coyuntura de lucha de clase en el marco de lo que supone un compromiso de índole histórico-político por medio de la construcción de una nueva sensibilidad que no supone de ningún modo una servidumbre del poema con esa veta revolucionaria.

Conclusión

Cesar Vallejo despotrica contra el escritor “hijo económico de la burguesía”. Lo llama plumífero de gabinete, lo liga al arte anquilosado. Lo llama “literato a puerta cerrada”.
Por todo lo expuesto, cabe considerar al poeta peruano como un explorador y un hacedor de nuevas pasiones que se sacudan de encima el polvo fijado por una sociedad que con fervor critica. Ese efecto específico, ideológico, es una búsqueda en el terreno de la escritura, y en el trabajo, abriendo las puertas al mundo, o a los mundos. Para eso se torna imperiosa la construcción de una estética que acapare una nueva sensibilidad. Sólo así, nos dice, se alcanzará una poesía verdaderamente socialista.
El paso de Los heraldos negros a Trilce es un efecto directo de esa búsqueda. Es la puesta en tensión máxima de un período que nace en Los heraldos con la desarticulación progresiva de un tipo de poética.
Pensando en Bajtin, en el grado de ideología que el signo acapara, su dimensión axiológica, Vallejo obtura la posibilidad de ligar la poesía a una sensibilidad sedimentada en una hegemonía o centralidad de poder. En ese sentido, se vuelve político. Zambulléndose de lleno en la forma, no podría ser otra forma.
“¿No subimos acaso para abajo?".
Junio de 2007
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