domingo, junio 04, 2006

Mi muñeca inflable

Yo antes entendía a mi muñeca inflable. Y ciertamente digo que yo entendía a todas las muñecas inflables; en serio lo digo, a todas. Hasta que un día Melinda habló.

Les presento a Melinda: rubia, esbelta, un metro sesenta y cinco del más fino ¿látex?, ojos ¿demasiado? celestes, piernas de potranca (pura sangre), cintura de guitarra (eléctrica), cabello donado (coiffeur), nariz perfecta, labios perfectos, tetas perfectas (¡ella es perfecta!), expresión de nínfula boquiabierta.

Yo ahora me acuerdo que, al principio, cuando empezamos la convivencia (o sea: ni bien me la compré en muy discretas cuotas), nuestra relación se limitaba a tres tipos de procedimiento yo diría elementales: inflar, amar y desinflar. Soy un convencido lúcido de que no existe pareja en este mundo que no se organice en torno a esos simples parámetros de acción. Sólo que algunos (el caso de mi vecino Enrique, por ejemplo) piensan que no se puede amar a una muñeca inflable. Les aseguro que, en patios de su mirada de frustrado oficinista, en charlas de café y sobremesa, yo he visto a mi vecino Enrique temeroso de que un día su esposa, sin aviso previo, quizás un gesto por la mañana, o una excusa terca, se pinche. Y les juro que a una esposa no hay parche que la remiende.

Por eso cada tanto me recuerdo que poseemos el derecho y la facultad de amar. Y yo amaba a Melinda, mi muñeca inflable, mi auténtico golocidalove, haciendo un uso práctico de mis derechos y sanas facultades.

Sin ir más lejos, los sábados fornicábamos como osos. Por supuesto que no sólo los sábados, pero ese día era clavado; y he aquí mi segundo convencimiento: no existe pareja sobre la tierra que no fornique los sábados. El sábado es un día que parece hecho para fornicar, por eso ya casi no quedan cristianos.

Resumo ahora la serie de procedimientos que un buen día (el día que Melinda habló, casualmente un sábado) se truncaron para siempre, para desgracia de la especie.

Primero la inflaba, y quiero aclarar que, aunque la muñeca incluía un moderno dispositivo que permitía hacerlo cómoda y sucintamente, un cierto escrúpulo que no sé explicar me inducía a inflarla con la boca, lo cual me absorbía varios minutos: algunos para llenarla de aire; otros, para quitarme de encima el mareo que me provocaba soplar por el dedo gordo de su pié izquierdo (un dedo hermoso, único, con uñas de verdad).

Después colocaba a Melinda en la cama, o en el sillón, o en la mesa, o contra el piso. Ahí venía lo mejor, pero eso es fácil de imaginar. Quiero decir: Sexo: oral, anal, vaginal, auricular, tántrico, con forro, sin forro, con luna, sin luna, con júpiter en capricornio.

Y les juro que en eso estábamos, hace un par de sábados. Yo la tenía agarrada de la cintura, porque así me imaginaba que ella quería, porque ella siempre quería. Habíamos penetrado -con creces- en el asunto, y estábamos a punto de batir el récord, que aún hoy ronda la estoica marca de los noventa minutos infracción de acción agraciada, cuando de pronto empezó a gemir. Al principio fue sólo eso: un gemido intermitente, gutural, y hasta podría pensarse que acorde con las nalgadas que, hasta ahí, le venía propinando. Enseguida fue un chillido, molesto y monocorde, que devino en una especie de balbuceo histérico y aliterado, como una menor en época preverbal. Y fue recién ahí cuando, directamente, se puso a escupir signos lingüísticos.

Juro que he reflexionado mucho más en lo que dijo que en el hecho de que hablara. Fue una pregunta, pero quizás un pedido, pero quizás otro tipo de propuesta:

-¿Y si probamos nuevas posiciones en el mundo? -dijo.

Créanme -por favor- que no dije nada. ¿Y qué le iba a decir? Raro es que ella tampoco agregó nada, ni ha vuelto a hablar, cosa que por momentos me parece una auténtica falta de respeto, y por eso insisto con que yo antes entendía a todas las muñecas inflables; sí, a todas. Y hasta se ha visto que también las amaba. Pero ya no. Es todo mi derecho. Y además nunca las voy a entender. Tal vez, acaso, los miembros de mi improbable descendencia. Pero lo dudo. Lo dudo en serio. Y ciertamente no intuyo otra salida, a estas alturas, más que ir aceptando, poco a poco, y casi con resignación, el estertor intolerable de su voz, otra voz.
Free counter and web stats