miércoles, marzo 07, 2012

Movimientos tectónicos

La Planta era un aceitado mecanismo psicológico. Se lo conocía menos por lo que había hecho en su vida que por lo que sin dudas haría en las próximas horas, en el resto de sus años y en sus últimos días.

Les voy avisando (antes de que me empiecen a acusar, como hacen siempre) que ese rasgo de su personalidad —fruto de una serie de conductas a las que uno se anticipaba naturalmente, como un relámpago al trueno— no empañaba ni un miligramo su contracara más paradójica: me refiero a esa espontaneidad que tanto lo caracterizaba, una especie de frescura trágica que lo seguía a cualquier parte, incluso cuando esas juntas con las que andaba lo habían apretado por algún asunto extraño del que él no hacía mención alguna, ni yo le preguntaba.

Todo eso una tarde se alteró, me refiero al mecanismo. Del mismo modo en que se puede alterar, sin previo aviso, el más sofisticado y exitoso equilibrio. Los dinosaurios, por ejemplo. Con la Planta nos colgábamos viendo todo tipo de documentales, a cualquier hora del día o de la noche; uno diría que le robamos cable al vecino sólo para ver Discovery, History Channel o Nat Geo. Cuestión que esos bichos evolucionaron como cien millones de años sin poner en riesgo su existencia, y me pregunto yo siempre, cuando vengo a sentarme acá en el cuartito grasiento, entre la cochera de ese edificio que ya se viene abajo y la humedad del pasillito de al lado que lo va a demoler: ¿quién podía dudar de esa continuidad en la tierra, tan adaptada, tan a prueba del tiempo? Y sin embargo un buen día (un día no: un segundo debió tardar el asteroide en cruzar la atmósfera de la tierra y estrolarse contra la perpetuidad inconsciente de esas bestias) esa existencia se truncó, del mismo modo en que se podría acabar mi historia si le hago caso a esos giles que me acusan de farsante cada vez que la cuento, cada vez que alguno de ustedes viene y me pide que le cuente lo que pasó con la Planta. “Si querés que alguien te crea tenés que ser más verosímil”, me aconsejan. ¿Y saben qué? Me chupan un huevo. Si quisiera sonar verosímil escribiría un cuento o una novela o inventaría una ficción cualquiera, simple y con moño, en vez de contar lo que nos pasó estos años. Entonces sí les pediría que por favor me crean lo que les voy a contar.

Yo, por ejemplo, tampoco creía que la Planta iba a solucionar todos mis problemas el día que se apareció en lo de mis viejos, me dijo “vos te venís conmigo”. Hasta entonces pensaba que la Planta era un tipo macanudo, un tipo raro que de vez en cuando llegaba a mi casa (nunca supe a qué iba exactamente, sólo que era algo con mi vieja). Pero desde ese día supe que él era el mejor de todos, una especie de dios de clase media baja, porque el tipo se las rebuscaba, y no sé cómo pero me ayudó a salir del quilombo en el que estaba, porque yo no quería saber más nada con vivir en lo de mis viejos, esa casa era un bajón, loco. Yo me había deprimido porque no tenía trabajo y me acusaban de mantenido, de rata, había gritos y a veces volaban objetos, piñas, o caía la cana. Pero la Planta me sacó de todo eso. Un ídolo, un capo total la Planta.

Después lo empecé a conocer bien, pero eso era lo más fácil. Le decían la Planta porque era demasiado vago. Algo así como la encarnación de la ley del mínimo esfuerzo, evitaba el movimiento hasta las últimas consecuencias. No se le movía un pelo, y sólo accionaba los músculos cuando una acción se convertía en un acto impostergable, o en el recurso final de alguna decisión urgente. Tanto que a veces, cuando nada lo importunaba, se pasaba varios días enteramente inmóvil, de ahí el apodo. Una tarde fumaba un pucho acostado en el puff en el que se echaba a ver los documentales. Tenía las dos manos en los bolsillos y el pucho se le iba consumiendo en la boca despacio, con la ceniza larga. No va y se le cae el pucho en la remera. Le quedó a la altura del ombligo, le empezó a hacer un agujero a la tela humeante. Y él seguía con las manos en los bolsillos, miraba la brasa calculando el momento en que fuera imperioso quitársela de encima, pero no hacía nada. Suerte que estaba yo y le pude poner el pucho otra vez en la boca sin que se mosqueara. Me meaba de la risa. Un día te vas a matar, le decía yo. Planta suicida, te vas a morir de vagancia.

Pero yo nunca le reprochaba nada, ni me hubiera animado, porque la Planta arregló todos mis problemas. Me sacó de la casa de mis viejos, esa caverna medieval y asfixiante; me trajo al cuartito grasiento; consiguió televisión por cable gratis; me tiró un colchón junto a una estufa en pleno invierno; compró una heladerita para el verano. Y no nos faltaba nada; nada de lo esencial, se entiende; nada de lo que un ser humano necesita para vivir: alimentos (mucho enlatado, pero también fruta fresca), ropa y enseres básicos, y hasta algún lujo que nos dábamos de vez en cuando, algún vinito tinto de los caros, alguna mina que sacaba de algún lado y se quedaba con nosotros varios días. Yo casi no hacía nada, nomás algunos mandado. Cuando algo era muy imprescindible, él empezaba a salír del sopor vegetal en el que estaba, y lentamente las extremidades de su cuerpo flaco comenzaban a estirarse desde el puff hasta el suelo; podía tardar una hora hasta iniciar una serie de movimientos coordinados, luego se iba y conseguía todo lo que necesitábamos.

A veces se ausentaba varios días. Adónde iba no sé, nunca avisaba nada, ni yo le preguntaba cómo hacía para conseguir las cosas, de dónde sacaba plata. Decían que andaba en cosas raras. Y es probable, porque solía darme un fajo o dos de billetes de cien pesos y yo los hacía durar hasta cuando pudiera, y entonces se aparecía con más plata y me la daba toda a mí para que yo me ocupara de ir a comprar las cosas más urgentes. A mí me parecía un fenómeno la Planta, siempre tan alegre y expresivo, por más que no hablara; eso era algo que transmitía con su sola presencia, estática y previsible, ausente y al mismo tiempo calculable, porque bastaba verlo llegar en el momento menos pensado para saber que eso era exactamente lo que uno había imaginado: una llegada sorpresiva en un momento como ese, y no en otro.

Hasta que eso se acabó, y lo que parecía un plan perfecto que cualquiera hubiera podido constatar en años de un método exitoso, de repente dejó ver la amenaza proveniente de una lógica externa, el asteroide atravesando el espacio en dirección al cambio.

Era una especie de sábado. Verano, el sol hervía el cemento de los edificios y el cuartito era una hoguera, la grasa de las paredes se iba derritiendo hasta formar en el suelo charcos de un líquido espeso y lechoso, como el que queda en los canales de la parrilla después de un asado. Yo tomaba mate, bien caliente, y miraba un documental sobre la cárcel de Alcatraz en History Channel.

Cuando la Planta apareció —camisa escocesa, bermuda de jean recortado, cara de ausente sin aviso— yo me fui derecho a encender la garrafa, porque la Planta hacía siempre lo mismo cada vez que se iba por un tiempo indeterminado y volvía previsiblemente de pronto: agarraba el control remoto, se echaba en el puff frente al televisor y me pedía que hiciera mate, o que lo hiciera de nuevo si en ese momento yo tomaba, por más que esa fuera la primer cebada. Así que me adelanté a su pedido, y ya había ido a echar la yerba usada al tacho cuando me di vuelta y vi que seguía parado en mitad del cuartito, tenía la mirada despierta y los brazos ya no le colgaban como dos ramas muertas. Supe que algo raro pasaba; lo supe con la misma intuición con que un recién nacido entiende que debe mamar la teta si quiere vivir. Dijo:

—Vos te venís conmigo.

Salimos a la calle. Buenos Aires era un espejismo sin oasis. La Planta paró un taxi. Ordenó:

—Al aeropuerto de Ezeiza.

Cuando llegamos me entregó un sobre blanco que sacó de algún lado. Lo abrí. Eran documentos que tenían mi nombre; había un pasaporte. Mientras aguardábamos la salida del vuelo (destino Londres, British Airways, first class), recorrimos el aeropuerto en busca de algunos negocios; compramos libras esterlinas y un bolso que llenamos con ropa y perfumes importados.

Durante los siguientes dos años nos dedicamos a viajar ilimitadamente por el mundo. Comenzamos por las capitales europeas, lo que me pareció un capricho sin fundamento, ya que nos ahorraba en vano de las delicias de otras ciudades y pueblos del viejo continente. Pero la Planta lo atribuyó a un viejo sueño de la infancia, nacido de una rara fascinación que no supo explicar bien pero intuí subsidiaria de algún eurocentrismo arcaico y estrafalario que encarnaba casi a la perfección en esos nombres propios.

En París, habitamos un apartamento con vista al Sena; íbamos a los cafés por la mañana, y el resto del día vagabundeábamos sin rumbo definido por calles y galerías. En Ámsterdam alquilábamos bicicletas y acampábamos en horas fuera del tiempo en solemnes coffee shop`s. Saltamos por el mapa, hacia oriente: Berlín, Praga, Roma, Budapest, Belgrado, Sofía, Estambul. Llegó un tiempo para todo lo demás, la Europa profunda de las bellas campiñas. Al principio, cuando decidimos explorar el resto de los continentes, nos comprometimos con un itinerario que seguía una lógica por regiones, de manera que si íbamos a Australia, por ejemplo, nuestro siguiente destino debía ser Nueva Zelanda, o Fiji. Pero luego ese esquema se dislocó (claro está que para bien) y emprendimos un derrotero caótico cuyo único basamento eran impulsos azarosos y momentáneo que hacían más foco en los trayectos que en cualquier destino. Así podíamos estar una noche en una aldea de Indonesia y, antes de pasarnos unos días por Malasia, hacer primero una escapada hasta Alaska (porque la Planta quería llevarme a conocer el hielo), o a una playa perdida de Ecuador donde se suponía que íbamos a aprender surf (casi me ahogo).

Dormíamos en hostels o en moteles, en casitas alquiladas, en plazas o en la arena de las playas o en refugios de montaña, a veces conocíamos a alguien y nos invitaba a quedarnos en su casa, casi siempre eran mujeres que seducíamos contándoles las anécdotas que habíamos ido recopilando en nuestro periplo inolvidable, nos amábamos unos días y seguíamos viaje. No escaseaba el dinero, al contrario. La Planta siempre tenía más y más billetes de todos los colores que hacía aparecer como un ilusionista. A veces, cuando parecía que ya no íbamos a poder pagar nada, me dejaba solo en el hotel o en el rancho o en mitad de un desierto (como en las épocas en que me dejaba solo en el cuartito grasiento) y al fin se aparecía con un nuevo fajo de billetes impecables. Un maestro la Planta, de eso no quedaban dudas; me había cambiado la vida de nuevo, casi tanto como había cambiado la suya: podía caminar horas enteras sin cansarse, y cuando parecía que iba a caer fusilado para siempre en el jacuzzi de un hotel o en la sombra de un árbol, no pasaba un minuto que ya se levantaba a inventarnos la excusa perfecta para otra ruta inexplorada. Y salíamos.

Una tarde estábamos cerca de una aldea en Nepal. Habíamos trepado hasta ahí porque a la Planta se le había antojado conocer el Himalaya. Quería subir hasta la cima del mundo, admirar el Everest y un montón de cosas más que venía repitiendo desde que salimos de Buenos Aires, dos años antes. En Katmandú iniciamos un trajín de fábula lleno de paradas que nos iba aclimatando poco a poco a los efectos de la altura. Un grupo de sherpas nos condujo hasta una especie de campamento base, y al día siguiente, una mañana con un sol que yo no conocía, alcanzamos la cumbre del Kala Pattar, a unos cinco mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. Desde ahí podíamos ver el Everest en una panorámica no tan perfecta como esos instantes. Del otro lado, una extensión infinita de cadenas montañosas y el sueño delirante de algún valle. Nos faltaba el aire, y tuvimos que sentarnos en unas rocas a respirar el oxígeno puro que los sherpas llevaban en tubos. De pronto nos sentíamos bien y llenos de energía, y la Planta habló.

—Esto se acabó —dijo. Le colgaban los pies desde una altura que parecía pequeña comparada con todo el resto. Escrutaba el horizonte como si le buscara un pliegue—. Ya no hay más para gastar. Mañana mismo empezamos el viaje de vuelta.

Los sherpas se habían alejado varios metros y eso me alivió un poco, porque aunque no sabían castellano sentía que el diálogo imploraba una intimidad que iba más allá de la comprensión.

Necesitaba decir algo, pensé rápido algunas respuestas; elegí una y me arrepentí, pero la dije igual, quizás porque no quería pensar más o el oxígeno escasear otra vez. El viento nos helaba la cara.

—Y toda esa plata, ¿de dónde la sacaste? Estos años… No sé. Planta, creo que me merezco una explicación, ¿no te parece?

No se agitó ni un cachito, pero hizo un gesto estático que ya le conocía de los tiempos en que era tan previsible, una especie de mímica interna, demasiado evidente.

—¿Sabías que esto, una vez, fue el fondo de un océano?

Miramos un rato las montañas. Yo lo sabía, por supuesto que lo sabía, lo habíamos visto tantas veces en esos documentales que dan en Discovery o en History Channel, así que no hacía falta aclarar nada. Y sin embargo dije:

—No, no sabía.

—Movimientos tectónicos —agregó.

—Ni idea —mentí.

Entonces me explicó que hace millones de años la India estaba al sur de África, que el mundo se había dividido en placas como los gajos de una pelota de fútbol, y que por efecto del movimiento de la corteza terrestre sobre el interior de roca líquida del planeta la India se había ido desplazando hacia el norte en un viaje de decenas de millones de años hasta dar con Asia. Que entre la India y Asia había antes un vasto mar, y que a consecuencia del choque el fondo se elevó hasta formar la cordillera en la que ahora estábamos. Me advirtió que por eso no debía extrañarme si entre esas rocas, en plena cima del mundo, encontraba el resto fósil de algún animal marino.

—Increíble —dije.

—Sí. Y lo más fascinante es que está pasando ahora. Sigue pasando, siguen chocando, y en este mismo momento, vos y yo, nos estamos elevando. Pero son movimientos imperceptibles y no nos damos cuenta. Más o menos como algunos cambios que hay en las vidas, ¿te das cuenta? —. Se detuvo para inhalar un poco de oxígeno. Luego terminó—: Pero a una escala mucho mayor, claro.

Nos quedamos en un silencio raro, que creo que duró para siempre. Hablamos mucho después, pero nada fuera del silencio, sino todo lo necesario y sin importancia que se puede decir en un viaje de regreso desde Nepal a Buenos Aires.

El cuartito estaba como el día que nos fuimos; los mismos charcos de grasa densa diluidos en los bordes de las paredes, el mate como si recién acabara de vaciarle la yerba y sólo restara calentar el agua, el mismo calor. Pensé que la Planta se iba a echar en el puff, iba a encender la televisión y se iba a poner a ver algún documental hasta quedarse piola. Pero dejó el bolso con las últimas cosas que habíamos podido comprar en el free shop y ni siquiera me pidió que arreglara el mate.

—Salgo —fue todo lo que dijo. Salió, y esa fue la última vez que lo vi. Al otro día lo encontraron en un descampado del conurbano con las manos atadas, la boca amordazada y un tiro en la cabeza.

Los sujetos que me vienen a ver, y me piden una y otra vez que les cuente la historia de estos años en que lo buscaban por todos lados, me dicen que la Planta andaba en cosas raras, y que por eso terminó así, y que era obvio que esto iba a pasar. Pero yo no estoy nada seguro. Hay varios cientos de motivos por los que pudieron hacerle eso, justo la noche en que llegamos, y la policía dice que no sabe nada. Tampoco confío mucho en las advertencias cuando me dicen que ahora van a venir por mí, porque ahora ellos deben pensar (ellos, los asesinos) que la guita la tengo yo y que esta historia que cuento no es más que una coartada para ocultar el hecho innegable de que nos borramos un tiempo en algún rancho de provincia hasta que la cosa se enfríe y que algo así como diez millones de dólares los tengo escondidos en algún lado. Entonces me aconsejan, me dan clases de retórica, me dicen que si aspiro a que mi plan salga perfecto primero tengo que contar algo consistente, y, sobre todo, tengo que desaparecer del mapa, porque la próxima bala es para mí.

Así están las cosas. Cada vez que alguien viene a visitarme al cuartito grasiento, les pongo alguno de los documentales de Discovery, o de Nat Geo o de History Channel, porque nunca falta uno que salga con eso de que mi historia es increíble. “Tenés que ser más verosímil”, me dicen. Pero yo me cago en la verosimilitud. Sigo contando lo que la Planta hizo por mí, porque la Planta me salvó la vida y después me llevó a conocer al mundo, a la tierra viva, o les respondo que si de verdad tuviera un afán disparatado, de ningún modo andaría ventilando los pormenores del viaje. Mucho menos creíble resulta casis siempre la realidad más cotidiana y, sin embargo, les sigo diciendo mientras subo el volumen de la tele para que escuchen bien, ese misterio es real. Y si no miren a esos locos, en no sé qué laboratorio Suizo, buscando desesperadamente probar la existencia del Bosón de Higgs.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal

Free counter and web stats