miércoles, marzo 07, 2012

Movimientos tectónicos

La Planta era un aceitado mecanismo psicológico. Se lo conocía menos por lo que había hecho en su vida que por lo que sin dudas haría en las próximas horas, en el resto de sus años y en sus últimos días.

Les voy avisando (antes de que me empiecen a acusar, como hacen siempre) que ese rasgo de su personalidad —fruto de una serie de conductas a las que uno se anticipaba naturalmente, como un relámpago al trueno— no empañaba ni un miligramo su contracara más paradójica: me refiero a esa espontaneidad que tanto lo caracterizaba, una especie de frescura trágica que lo seguía a cualquier parte, incluso cuando esas juntas con las que andaba lo habían apretado por algún asunto extraño del que él no hacía mención alguna, ni yo le preguntaba.

Todo eso una tarde se alteró, me refiero al mecanismo. Del mismo modo en que se puede alterar, sin previo aviso, el más sofisticado y exitoso equilibrio. Los dinosaurios, por ejemplo. Con la Planta nos colgábamos viendo todo tipo de documentales, a cualquier hora del día o de la noche; uno diría que le robamos cable al vecino sólo para ver Discovery, History Channel o Nat Geo. Cuestión que esos bichos evolucionaron como cien millones de años sin poner en riesgo su existencia, y me pregunto yo siempre, cuando vengo a sentarme acá en el cuartito grasiento, entre la cochera de ese edificio que ya se viene abajo y la humedad del pasillito de al lado que lo va a demoler: ¿quién podía dudar de esa continuidad en la tierra, tan adaptada, tan a prueba del tiempo? Y sin embargo un buen día (un día no: un segundo debió tardar el asteroide en cruzar la atmósfera de la tierra y estrolarse contra la perpetuidad inconsciente de esas bestias) esa existencia se truncó, del mismo modo en que se podría acabar mi historia si le hago caso a esos giles que me acusan de farsante cada vez que la cuento, cada vez que alguno de ustedes viene y me pide que le cuente lo que pasó con la Planta. “Si querés que alguien te crea tenés que ser más verosímil”, me aconsejan. ¿Y saben qué? Me chupan un huevo. Si quisiera sonar verosímil escribiría un cuento o una novela o inventaría una ficción cualquiera, simple y con moño, en vez de contar lo que nos pasó estos años. Entonces sí les pediría que por favor me crean lo que les voy a contar.

Yo, por ejemplo, tampoco creía que la Planta iba a solucionar todos mis problemas el día que se apareció en lo de mis viejos, me dijo “vos te venís conmigo”. Hasta entonces pensaba que la Planta era un tipo macanudo, un tipo raro que de vez en cuando llegaba a mi casa (nunca supe a qué iba exactamente, sólo que era algo con mi vieja). Pero desde ese día supe que él era el mejor de todos, una especie de dios de clase media baja, porque el tipo se las rebuscaba, y no sé cómo pero me ayudó a salir del quilombo en el que estaba, porque yo no quería saber más nada con vivir en lo de mis viejos, esa casa era un bajón, loco. Yo me había deprimido porque no tenía trabajo y me acusaban de mantenido, de rata, había gritos y a veces volaban objetos, piñas, o caía la cana. Pero la Planta me sacó de todo eso. Un ídolo, un capo total la Planta.

Después lo empecé a conocer bien, pero eso era lo más fácil. Le decían la Planta porque era demasiado vago. Algo así como la encarnación de la ley del mínimo esfuerzo, evitaba el movimiento hasta las últimas consecuencias. No se le movía un pelo, y sólo accionaba los músculos cuando una acción se convertía en un acto impostergable, o en el recurso final de alguna decisión urgente. Tanto que a veces, cuando nada lo importunaba, se pasaba varios días enteramente inmóvil, de ahí el apodo. Una tarde fumaba un pucho acostado en el puff en el que se echaba a ver los documentales. Tenía las dos manos en los bolsillos y el pucho se le iba consumiendo en la boca despacio, con la ceniza larga. No va y se le cae el pucho en la remera. Le quedó a la altura del ombligo, le empezó a hacer un agujero a la tela humeante. Y él seguía con las manos en los bolsillos, miraba la brasa calculando el momento en que fuera imperioso quitársela de encima, pero no hacía nada. Suerte que estaba yo y le pude poner el pucho otra vez en la boca sin que se mosqueara. Me meaba de la risa. Un día te vas a matar, le decía yo. Planta suicida, te vas a morir de vagancia.

Pero yo nunca le reprochaba nada, ni me hubiera animado, porque la Planta arregló todos mis problemas. Me sacó de la casa de mis viejos, esa caverna medieval y asfixiante; me trajo al cuartito grasiento; consiguió televisión por cable gratis; me tiró un colchón junto a una estufa en pleno invierno; compró una heladerita para el verano. Y no nos faltaba nada; nada de lo esencial, se entiende; nada de lo que un ser humano necesita para vivir: alimentos (mucho enlatado, pero también fruta fresca), ropa y enseres básicos, y hasta algún lujo que nos dábamos de vez en cuando, algún vinito tinto de los caros, alguna mina que sacaba de algún lado y se quedaba con nosotros varios días. Yo casi no hacía nada, nomás algunos mandado. Cuando algo era muy imprescindible, él empezaba a salír del sopor vegetal en el que estaba, y lentamente las extremidades de su cuerpo flaco comenzaban a estirarse desde el puff hasta el suelo; podía tardar una hora hasta iniciar una serie de movimientos coordinados, luego se iba y conseguía todo lo que necesitábamos.

A veces se ausentaba varios días. Adónde iba no sé, nunca avisaba nada, ni yo le preguntaba cómo hacía para conseguir las cosas, de dónde sacaba plata. Decían que andaba en cosas raras. Y es probable, porque solía darme un fajo o dos de billetes de cien pesos y yo los hacía durar hasta cuando pudiera, y entonces se aparecía con más plata y me la daba toda a mí para que yo me ocupara de ir a comprar las cosas más urgentes. A mí me parecía un fenómeno la Planta, siempre tan alegre y expresivo, por más que no hablara; eso era algo que transmitía con su sola presencia, estática y previsible, ausente y al mismo tiempo calculable, porque bastaba verlo llegar en el momento menos pensado para saber que eso era exactamente lo que uno había imaginado: una llegada sorpresiva en un momento como ese, y no en otro.

Hasta que eso se acabó, y lo que parecía un plan perfecto que cualquiera hubiera podido constatar en años de un método exitoso, de repente dejó ver la amenaza proveniente de una lógica externa, el asteroide atravesando el espacio en dirección al cambio.

Era una especie de sábado. Verano, el sol hervía el cemento de los edificios y el cuartito era una hoguera, la grasa de las paredes se iba derritiendo hasta formar en el suelo charcos de un líquido espeso y lechoso, como el que queda en los canales de la parrilla después de un asado. Yo tomaba mate, bien caliente, y miraba un documental sobre la cárcel de Alcatraz en History Channel.

Cuando la Planta apareció —camisa escocesa, bermuda de jean recortado, cara de ausente sin aviso— yo me fui derecho a encender la garrafa, porque la Planta hacía siempre lo mismo cada vez que se iba por un tiempo indeterminado y volvía previsiblemente de pronto: agarraba el control remoto, se echaba en el puff frente al televisor y me pedía que hiciera mate, o que lo hiciera de nuevo si en ese momento yo tomaba, por más que esa fuera la primer cebada. Así que me adelanté a su pedido, y ya había ido a echar la yerba usada al tacho cuando me di vuelta y vi que seguía parado en mitad del cuartito, tenía la mirada despierta y los brazos ya no le colgaban como dos ramas muertas. Supe que algo raro pasaba; lo supe con la misma intuición con que un recién nacido entiende que debe mamar la teta si quiere vivir. Dijo:

—Vos te venís conmigo.

Salimos a la calle. Buenos Aires era un espejismo sin oasis. La Planta paró un taxi. Ordenó:

—Al aeropuerto de Ezeiza.

Cuando llegamos me entregó un sobre blanco que sacó de algún lado. Lo abrí. Eran documentos que tenían mi nombre; había un pasaporte. Mientras aguardábamos la salida del vuelo (destino Londres, British Airways, first class), recorrimos el aeropuerto en busca de algunos negocios; compramos libras esterlinas y un bolso que llenamos con ropa y perfumes importados.

Durante los siguientes dos años nos dedicamos a viajar ilimitadamente por el mundo. Comenzamos por las capitales europeas, lo que me pareció un capricho sin fundamento, ya que nos ahorraba en vano de las delicias de otras ciudades y pueblos del viejo continente. Pero la Planta lo atribuyó a un viejo sueño de la infancia, nacido de una rara fascinación que no supo explicar bien pero intuí subsidiaria de algún eurocentrismo arcaico y estrafalario que encarnaba casi a la perfección en esos nombres propios.

En París, habitamos un apartamento con vista al Sena; íbamos a los cafés por la mañana, y el resto del día vagabundeábamos sin rumbo definido por calles y galerías. En Ámsterdam alquilábamos bicicletas y acampábamos en horas fuera del tiempo en solemnes coffee shop`s. Saltamos por el mapa, hacia oriente: Berlín, Praga, Roma, Budapest, Belgrado, Sofía, Estambul. Llegó un tiempo para todo lo demás, la Europa profunda de las bellas campiñas. Al principio, cuando decidimos explorar el resto de los continentes, nos comprometimos con un itinerario que seguía una lógica por regiones, de manera que si íbamos a Australia, por ejemplo, nuestro siguiente destino debía ser Nueva Zelanda, o Fiji. Pero luego ese esquema se dislocó (claro está que para bien) y emprendimos un derrotero caótico cuyo único basamento eran impulsos azarosos y momentáneo que hacían más foco en los trayectos que en cualquier destino. Así podíamos estar una noche en una aldea de Indonesia y, antes de pasarnos unos días por Malasia, hacer primero una escapada hasta Alaska (porque la Planta quería llevarme a conocer el hielo), o a una playa perdida de Ecuador donde se suponía que íbamos a aprender surf (casi me ahogo).

Dormíamos en hostels o en moteles, en casitas alquiladas, en plazas o en la arena de las playas o en refugios de montaña, a veces conocíamos a alguien y nos invitaba a quedarnos en su casa, casi siempre eran mujeres que seducíamos contándoles las anécdotas que habíamos ido recopilando en nuestro periplo inolvidable, nos amábamos unos días y seguíamos viaje. No escaseaba el dinero, al contrario. La Planta siempre tenía más y más billetes de todos los colores que hacía aparecer como un ilusionista. A veces, cuando parecía que ya no íbamos a poder pagar nada, me dejaba solo en el hotel o en el rancho o en mitad de un desierto (como en las épocas en que me dejaba solo en el cuartito grasiento) y al fin se aparecía con un nuevo fajo de billetes impecables. Un maestro la Planta, de eso no quedaban dudas; me había cambiado la vida de nuevo, casi tanto como había cambiado la suya: podía caminar horas enteras sin cansarse, y cuando parecía que iba a caer fusilado para siempre en el jacuzzi de un hotel o en la sombra de un árbol, no pasaba un minuto que ya se levantaba a inventarnos la excusa perfecta para otra ruta inexplorada. Y salíamos.

Una tarde estábamos cerca de una aldea en Nepal. Habíamos trepado hasta ahí porque a la Planta se le había antojado conocer el Himalaya. Quería subir hasta la cima del mundo, admirar el Everest y un montón de cosas más que venía repitiendo desde que salimos de Buenos Aires, dos años antes. En Katmandú iniciamos un trajín de fábula lleno de paradas que nos iba aclimatando poco a poco a los efectos de la altura. Un grupo de sherpas nos condujo hasta una especie de campamento base, y al día siguiente, una mañana con un sol que yo no conocía, alcanzamos la cumbre del Kala Pattar, a unos cinco mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. Desde ahí podíamos ver el Everest en una panorámica no tan perfecta como esos instantes. Del otro lado, una extensión infinita de cadenas montañosas y el sueño delirante de algún valle. Nos faltaba el aire, y tuvimos que sentarnos en unas rocas a respirar el oxígeno puro que los sherpas llevaban en tubos. De pronto nos sentíamos bien y llenos de energía, y la Planta habló.

—Esto se acabó —dijo. Le colgaban los pies desde una altura que parecía pequeña comparada con todo el resto. Escrutaba el horizonte como si le buscara un pliegue—. Ya no hay más para gastar. Mañana mismo empezamos el viaje de vuelta.

Los sherpas se habían alejado varios metros y eso me alivió un poco, porque aunque no sabían castellano sentía que el diálogo imploraba una intimidad que iba más allá de la comprensión.

Necesitaba decir algo, pensé rápido algunas respuestas; elegí una y me arrepentí, pero la dije igual, quizás porque no quería pensar más o el oxígeno escasear otra vez. El viento nos helaba la cara.

—Y toda esa plata, ¿de dónde la sacaste? Estos años… No sé. Planta, creo que me merezco una explicación, ¿no te parece?

No se agitó ni un cachito, pero hizo un gesto estático que ya le conocía de los tiempos en que era tan previsible, una especie de mímica interna, demasiado evidente.

—¿Sabías que esto, una vez, fue el fondo de un océano?

Miramos un rato las montañas. Yo lo sabía, por supuesto que lo sabía, lo habíamos visto tantas veces en esos documentales que dan en Discovery o en History Channel, así que no hacía falta aclarar nada. Y sin embargo dije:

—No, no sabía.

—Movimientos tectónicos —agregó.

—Ni idea —mentí.

Entonces me explicó que hace millones de años la India estaba al sur de África, que el mundo se había dividido en placas como los gajos de una pelota de fútbol, y que por efecto del movimiento de la corteza terrestre sobre el interior de roca líquida del planeta la India se había ido desplazando hacia el norte en un viaje de decenas de millones de años hasta dar con Asia. Que entre la India y Asia había antes un vasto mar, y que a consecuencia del choque el fondo se elevó hasta formar la cordillera en la que ahora estábamos. Me advirtió que por eso no debía extrañarme si entre esas rocas, en plena cima del mundo, encontraba el resto fósil de algún animal marino.

—Increíble —dije.

—Sí. Y lo más fascinante es que está pasando ahora. Sigue pasando, siguen chocando, y en este mismo momento, vos y yo, nos estamos elevando. Pero son movimientos imperceptibles y no nos damos cuenta. Más o menos como algunos cambios que hay en las vidas, ¿te das cuenta? —. Se detuvo para inhalar un poco de oxígeno. Luego terminó—: Pero a una escala mucho mayor, claro.

Nos quedamos en un silencio raro, que creo que duró para siempre. Hablamos mucho después, pero nada fuera del silencio, sino todo lo necesario y sin importancia que se puede decir en un viaje de regreso desde Nepal a Buenos Aires.

El cuartito estaba como el día que nos fuimos; los mismos charcos de grasa densa diluidos en los bordes de las paredes, el mate como si recién acabara de vaciarle la yerba y sólo restara calentar el agua, el mismo calor. Pensé que la Planta se iba a echar en el puff, iba a encender la televisión y se iba a poner a ver algún documental hasta quedarse piola. Pero dejó el bolso con las últimas cosas que habíamos podido comprar en el free shop y ni siquiera me pidió que arreglara el mate.

—Salgo —fue todo lo que dijo. Salió, y esa fue la última vez que lo vi. Al otro día lo encontraron en un descampado del conurbano con las manos atadas, la boca amordazada y un tiro en la cabeza.

Los sujetos que me vienen a ver, y me piden una y otra vez que les cuente la historia de estos años en que lo buscaban por todos lados, me dicen que la Planta andaba en cosas raras, y que por eso terminó así, y que era obvio que esto iba a pasar. Pero yo no estoy nada seguro. Hay varios cientos de motivos por los que pudieron hacerle eso, justo la noche en que llegamos, y la policía dice que no sabe nada. Tampoco confío mucho en las advertencias cuando me dicen que ahora van a venir por mí, porque ahora ellos deben pensar (ellos, los asesinos) que la guita la tengo yo y que esta historia que cuento no es más que una coartada para ocultar el hecho innegable de que nos borramos un tiempo en algún rancho de provincia hasta que la cosa se enfríe y que algo así como diez millones de dólares los tengo escondidos en algún lado. Entonces me aconsejan, me dan clases de retórica, me dicen que si aspiro a que mi plan salga perfecto primero tengo que contar algo consistente, y, sobre todo, tengo que desaparecer del mapa, porque la próxima bala es para mí.

Así están las cosas. Cada vez que alguien viene a visitarme al cuartito grasiento, les pongo alguno de los documentales de Discovery, o de Nat Geo o de History Channel, porque nunca falta uno que salga con eso de que mi historia es increíble. “Tenés que ser más verosímil”, me dicen. Pero yo me cago en la verosimilitud. Sigo contando lo que la Planta hizo por mí, porque la Planta me salvó la vida y después me llevó a conocer al mundo, a la tierra viva, o les respondo que si de verdad tuviera un afán disparatado, de ningún modo andaría ventilando los pormenores del viaje. Mucho menos creíble resulta casis siempre la realidad más cotidiana y, sin embargo, les sigo diciendo mientras subo el volumen de la tele para que escuchen bien, ese misterio es real. Y si no miren a esos locos, en no sé qué laboratorio Suizo, buscando desesperadamente probar la existencia del Bosón de Higgs.

viernes, noviembre 25, 2011

Lagartija

Cuando nada se va
en la tela del ya
al borde, casi arrabalero
de alguna realidad
formalmente departamental
alguien puede inmutarse
al día más común:
un beso en el hombro
mientras te hago unos mates
sin poesía a la tarde
que se me viene abajo
deshilachada mente
como un sentido posterior
que destruye otra poesía
que para mí no es arte
ni para vos es piel
en la que todo vuelve
al presente concreto
justo a orillas del todo
en que se transforma, de repente, eso que ignora
lo que tu boca me devuelve,
o podría, algún día en pliegues
si cualquier año de estos se dobla
se me eriza el pensamiento
duro hasta el significado
ya de por sí bastante inconcebible
(nada que ver con lo que,
hasta recién,
era un poema)
y la yerba por fin
sin palo
para dos
y algún otro desencuentro
que también
se fue
cebarás vos, ¿querés?,
se enfríe
o nos lave, ni bien vuelva
la noche dérmica.

martes, noviembre 30, 2010

Pensamiento científico

La conferencia era ya. Gran expectación de la comunidad científica toda, de los miembros de las agencias internacionales de prensa convocados y agolpados en el recinto, y de algunos millones de espectadores en todo el mundo que, escépticos, aguardan con atención el anuncio de algo (cualquier cosa) que justifique tantos gastos, tantas fórmulas y tanta máquina.

El jefe del proyecto (una eminencia, muy canoso, candidato al Nobel de física) se apresta ante el auditorio con el fin de dar comienzo al informe. Ha esperado ese instante desde la noche en que su padre lo llevó a conocer el cielo. Manejó horas y días por caminos y huellas y la corteza de la tierra, hasta encontrarse lejos del resplandor de las ciudades, de los pueblos y de los cascos de estancia: ni media nube, la luna nueva. Entonces dejó caer la vista al firmamento, y dedicó su vida al estudio metódico de lo tácito.

Los trabajos destinados a la recopilación y cotejo de evidencia adquirida con posterioridad a los experimentos definitorios, y tendientes a la confección de conclusiones preliminares, con el objeto de propiciar, en esquemas sucesivos y últimos, un informe final (el mismo que el jefe del proyecto está a punto de leer), habían demorado meses, un año casi. Y no era para menos, ya que el registro de colisiones de haces de protones que el acelerador de partículas subatómicas había concretado a un noventa y nueve coma nueve por ciento de la velocidad de la luz, generó en el corto plazo un sinnúmero de datos y cálculos remanentes que se hizo imperioso confrontar con pruebas previas, con montañas de teoría y con la opinión e interpretación de las mentes más brillantes en esos campos del conocimiento.

Los resultados finales, a punto ya de develarse (precisamente ahora el jefe del proyecto, un canoso alto y muy delgado, se dispone a hablar frente al auditorio, se agita el recinto, se ruega a los asistentes que guarden silencio), fueron tan inapelables como inquietantes. Y no por lo sorprendentemente inesperado de las conclusiones (que, efectivamente, así eran), ya que eso habían previsto hasta la desazón; era eso lo que habían imaginado al figurarse los pormenores y las implicancias de un hallazgo paradigmático, anticipándose, por lo demás, a la certeza de una manifestación cuyas consecuencias habrían de imponer al mundo una cosmovisión fragrante y provechosa, una Era nueva de pensamiento y de sabiduría, algo a lo que consagrarse y por lo que luchar unidos y sin rencores, una esperanza, otra conciencia, más misterio. Sí, habían soñado, con razonable cálculo, una teoría ulterior que unificara las elucubraciones más descollantes de la mecánica cuántica con el sublime astronómico; y hasta ligaron, en esbozos figurados, el modelo sin glosas del Principio de Incertidumbre con una hipótesis más o menos consistente de la infinitud universal, de un número infinito e incesante de universos.

No, no era inquietante en un sentido vinculable a lo imprevisto, a lo inabordable, a lo desconcertante, al abismo. Era sistemáticamente peor, y, sobre todo, más real que el impulso nervioso que determina una emoción ligada a la confusión o a la angustia. Susceptible de suposiciones previas, sí, pero asombroso en su comprensión cabal. Sólo restaba expandir el entusiasmo, divulgar el saber que brotaba de la certeza.

Felices y alterados, los científicos gestaron una batalla cruda con pretensión de hilvanar un discurso que se ajustara a fines divulgativos, no sólo en amparo de una recepción masiva y popular, sino aspirando a la aprehensión de aquellos expertos que, paradójicamente, verían limitadas sus chances de entendimiento aún en posesión del saber necesario comprometido en tecnicismos y terminología, dadas las características del hallazgo que el jefe del proyecto, en estos mismos instantes, ha comenzado a difundir.

Afanados en descripciones, deshicieron dictámenes. Volvieron sobre los pasos de la redacción hasta encontrar el error, el mínimo escollo, y después otro. Un problema de la fiabilidad con que la matemática recreaba los conceptos, matizándolos. De repente, un conjunto de vidas dedicadas a fórmulas, a precisiones fácticas y a taxonomías, fluctuaba ante la convicción insustituible, lo que el propio conocimiento dificultaba por incatalogable, y porque la ciencia, en su precisión, transfiguraba en el sentido, o en los sentidos. O era otra cosa.

Noches no durmieron, infatigables en el trance de un registro detallado, descartaron borradores y eliminaron páginas enteras en busca de un estilo llano hasta ir encontrando la voz que expresara el cambio y el tono, el conocimiento implícito en los resultados de la explosión de protones, cualidades conforme a implicancias de la materia oscura en dimensiones alternas, tuvieron que empezar de cero una vez más hasta acabar desde el comienzo, desde las condiciones de posibilidad del origen (previo) registrado en la evidencia, por lo demás incontrastable.

Y fue nomás el jefe del proyecto el que dio en la tecla, como no podía ser de otro modo, ni de otro cráneo, ante el estupor del resto que repasaba mentalmente el anuncio (lo sabían de memoria), y lo aceptaron (el prestigio de los involucrados estaba en juego), porque era eso, y estaba todo, la hoja con la rúbrica que era el sello de aprobación del Instituto, la misma que ahora el canoso porta ante la audiencia que oye impávida, y que él lee impertérrito sin alcanzar a intuir si de un modo u otro harán el esfuerzo por entender, no tanto el mundo, sino más bien ellos, sus colegas, y sobre todo él, por más que no se trate en sí de un esfuerzo, no, no es un esfuerzo. Tampoco es un poema demasiado breve; aunque sí, en cierto modo, relativamente corto. Y en verso libre.

domingo, agosto 29, 2010

Las ciudades y los signos

“Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con las palabras que la describen.”

Italo Calvino, Las ciudades invisibles.



Al llegar a Lòhjos, la ciudad escrita, el viajero ha atravesado un océano seco con restos fósiles de especies de moluscos y edificios confeccionados en roca volcánica, algunos con formas de bivalvos, lo que ha generado la hipótesis descabellada de que la ciudad, en sus bosquejos, era submarina e inverosímil.

Por calles, se detiene a contemplar suburbios bajos y mercados de trueque en plazas que contrastan con la aridez y las expectativas. El viajero ha maquinado en el desierto marino la fantasía de que una ciudad escrita había de ser un artificio que sólo podía ser leído. La ansiedad por arribar le engendra finalmente la idea de que la ciudad, a ciencia real, es un texto. La comprobación de todos sus miedos puede acarrear, ya en Lòhjos, una certeza más apabullante: la ciudad no difiere de cualquier otra.

Su período fundacional se estipula en una serie de relatos míticos que se incrustan crudamente en el inframundo pobre y estéril que habitaron las primeras familias, como una metáfora de la cruda metonimia que supone. Historias de peregrinos nómades, y un minotauro salvaje que corría libre por la salina. Cuentan que una mujer alada los guió hasta arenas seguras que hacían prever sentidos ajenos al paisaje. Cuentan que los primeros años fueron arduos, que una tormenta de arena y piedras destruyó el poblado y mató a los más ancianos y hubo que reescribir casi todo. Cuentan que hay, en un valle fértil de ríos cristalinos, una ciudad idéntica y original, de la que Lòhjos es impúdica copia. Pero hay quien se jacta de que Lòhjos, sólo por eso, es por mucho superior.

La ciudad, en rigor, posee una entidad dual: a la ciudad con sus cimientos y construcciones y calles y negocios y parques y casas y ciudadanos, le acontecen la materialidad de una ciudad hipotética que el viajero, sin saberlo, trae consigo, y que contrasta con las partes de la Lòhjos real. El resultado es una tercera Lòhjos, la única visible, y cuyo registro es tan misterioso como beligerante: por sus calles, los elementos de una y de otra persisten en constante tensión y disputa de matices. Así, con cada viajero, la Lòhjos invisible e idéntica para todos deviene en ciudades cuyas características se pierden en interpretaciones, valoraciones, malentendidos y supuestos. Los oriundos se quejan de que, con cada oleada turística, se hallan en situación embarazosa de compartir un mismo espacio (y hasta un mismo cuerpo) con seres desiguales que actúan de modo similar, piensan casi igual y, con el tiempo, suelen acentuar sus diferencias. Actualmente, se ven llegar hordas de extranjeros que ocupan las vidas de la Lòhjos escrita y perdurable.

Limitada a una geografía precisa y discreta, la ciudad es potencialmente infinita. Me había intimado a mí mismo a no volver a Lóhjos desde mi última visita. Pero un afán por calles tristes y mercados exóticos me indujo una vez más a armarme de equipaje y atravesar el desierto que quizás nunca fue un mar como dicen, nomás para ensalzar su pasado. Veo el pórtico enorme, tallado en marfil, que da la bienvenida y se abre en suburbios. Casa por casa, las palabras son saqueadas brutalmente.

domingo, junio 13, 2010

Era

Peterson sabía que la llegada del año diez mil podía destruirlo. Sabía que, a consecuencia del afán lisérgico que desde tiempos memorables incitaba en la raza cada número redondo, los hechos en torno al anunciado aumento de cifras (¡cinco!) habrían de culminar en una de esas largas y desmesuradas celebraciones globales que tanto lo fastidiaban (que, a decir verdad, lo deprimían), y de la que no podría sustraerse (pensaba) ni aún matándose la misma noche del treinta y uno, o mucho antes, o matando al resto del mundo.

A principios de la primavera comenzó a odiarse. Porque, si bien el estupidizante clima de jolgorio generalizado que se venía insinuando desde los primeros meses de ese año (¡nueve mil novecientos noventa y nueve!) era algo que le ponía el poco pelo que le quedaba de punta, mucho más lo enloquecía la conciencia de su rotunda incapacidad para ignorar el registro minucioso de todas las simbologías, novedades y paradojas que (el mundo imaginaba) habría de suscitar el instante inevitable en el que el quinto dígito se hiciera presente con todo el rigor de lo material, como un filo.

Aceleradamente hacia el fin de esos tiempos, los días se volvieron regresivos. Actos públicos que organizaba el gobierno, misas multitudinarias (después de todo, era después de Cristo), festivales, ollas populares. Peterson sintió, con inequívoca certeza, que la proximidad del acontecimiento amenazaba con afectarlo seriamente hasta destrozarle los nervios uno por uno.

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A principios de diciembre esbozó el plan.

Pasar la semana posterior a la navidad, y la primera de enero, propiciando el mayor grado de desatención a esa vorágine exagerada y por demás impuesta. Hizo una lista mental. No asistir a eventos. No ir a reuniones (de ningún tipo). No leer los diarios. Evitar a los amigos, e incluso a la familia (o sobre todo a la familia). Evitar, por supuesto, el diálogo casual con desconocidos. No atender llamados de ninguna índole. No ir al trabajo. No dar aviso a las autoridades. No consultar con el personal a su cargo. Aunque lo echaran para siempre de Naxa. Aunque Mara no le hablara nunca más.

A mediados de mes (que, al menos para Peterson, amenazaba con ser el último no sólo de una Era) el futuro se hizo tan presente que el desenlace cobró forma por sí solo, como en una síntesis final de todos sus recaudos: irse.

Pensó que podría alquilar una de esas cabañas que había en la zona de bosques, a sólo una hora de la reserva nacional. Un sitio lo suficientemente apartado, virginal y a destiempo como para olvidarse del caos festivo y el peso de todos sus fantasmas. Sí, era una idea fantástica. Que el universo entero se tragara a sí mismo, ¿a él qué podía importarle? Por primera vez en muchos días, se sintió optimista y pleno.

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Pasó noche buena en casa de sus padres; había tíos, primos y supuestos amigos de la familia, confirmado por el hecho de que Peterson era la primera vez que los veía. La cena fue de lo más convencional, incluso por lo que se suponía que no lo era, o sobre todo por eso. Hubo palabras de agasajo y varios regalos, algunos de los cuales Peterson agradeció exageradamente. Alimentaba el entusiasmo en la expectación por la mañana del veinticinco, en que un ómnibus de larga distancia lo llevaría hacia la zona de bosques, a unas tres horas de distancia.

Esa misma tarde se había reunido con Mara en un café del barrio. Logró simular, en días posteriores a la consecución del plan, las ganas de asistir después del brindis a la casa de sus padres (los padres de Mara, por algún motivo que él no se explicaba, adoraban a Peterson), del mismo modo en que había simulado el deseo de viajar el veinticinco a la costa, con ella y su familia a pasar el fin de semana. Pero un escrúpulo de último momento (o no, o quizás también ese encuentro en el bar Las violetas era parte del plan) lo obligó al gesto prudente de comunicarle a Mara (a ella, al menos) los motivos reales de su verdadero viaje; y que no habría brindis en lo de sus padres, ni casa alquilada en la costa, ni mimos ni nada, cosas que ni siquiera iba a extrañar en la soledad del bosque, como tampoco iba a extrañar a esa gente que, en definitiva, era la única que lo quería.

No sintió culpa. Ni siquiera cuando Mara lo trató de loco irresponsable, de pendejo y de blando. Ni ante lágrimas y un silencio último que bien pudo ser la amenaza de algo mucho más definitivo, y que quizás no fue otra cosa. Apenas se limitó a expresar sus propósitos y ahí se terminó la charla, confirmado por el hecho de que ella siguió hablando sola un buen rato; después hubo un momento de silencio hueco que precedió a la despedida: un “nos vemos” sin miradas. En cuanto a su familia, no habría escenas mayores; dejaría una nota al día siguiente, antes de partir, o esperaría que Mara les avise. Respecto de Naxa, no le importaba en lo más mínimo.

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Antes del brindis, un tío sociólogo pidió la palabra. Ofreció una disertación (aburridísima) que intentaba dar cuenta del estado general del planeta al final de cada uno de los diez milenios que llevaban transcurridos en la Era cristiana; los pormenores políticos, sociales, económicos y culturales que matizaban y contrastaban cada uno de “esos ápices propensos al balance” (así habló), y un sinfín de variadas cosmovisiones que se habían ido sucediendo a lo largo de la historia, algunas de las cuales habían dominado el pensamiento durante muchísimo tiempo (la mayoría, pensó Peterson, de una ridiculez pasmosa). “¿Quién, hace cinco mil años, por ejemplo, hubiera imaginado todo esto, lo que hoy hacemos, lo que sabemos, lo que pensamos, el modo en que vivimos?”, fue la inquisición que, para finalizar, regó la mesa navideña de un silencio incómodo, que duró hasta que la madre de Peterson, anticipadamente, anunció la llegada del postre.

Regocijo sin fin cuando dieron las doce. Felicidades. Alegría prudencial de Peterson; una demora calculada y un retiro aún así temprano.

-Mara espera -fue la explicación que dio. La tortura del término de esa última versión de los tiempos empezaba a llegar a su fin.

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El ómnibus lo dejó en la aldea de los guardaparques, a medio kilómetro de la reserva. Eran cinco ranchos de madera, una proveeduría modesta y una garita a modo de puesto de control que parecía clausurada. Peterson saltó al suelo rugoso y dejó que el ómnibus se alejara. Aspiró hondo la tarde fresca.
No se veía un alma. Un breve páramo precedía la zona de bosques, y eso era todo lo que sugería un acceso al parque. Junto al pórtico del puesto había un cartel pintando con letras redondas, a mano.


Miércoles treinta y uno
Fiesta de la Comarca en el Club de Pescadores.
Cena, baile y show.
Esperando la llegada del año
10.000


El número lo habían escrito más grande, y en rojo. Peterson recordó las sensaciones que habían motivado el viaje, como quien se entera que el cirujano que lo operó le dejó adentro el bisturí, y justo antes de olvidarlas se dio cuenta de que no estaba solo. Echado contra una pared, cerca de la entrada de la proveeduría había un cuerpo. Era un hombre pequeño, de unos cincuenta años, blanco, vestido como un obrero. Estaba descalzo y dormía al solo tibio junto a un perro todo sucio que parecía una oveja y que tampoco se movía. Parecía la escena estática de una película muda, y Peterson se dijo que, por desgracia, en la ciudad se había perdido esa costumbre de dormir la siesta. Luego echó una última ojeada al entorno y caminó hacia el breve páramo que lo separaba de la zona de bosques, como si pudiera orientarse en lo desconocido.

La administración de las cabañas era una casita de piedra negra, atendida por una mujer muy alta y robusta, de edad avanzada, que estaba hecha con el mismo material que la casa, pensó Peterson. Le avisó que en la cabaña iba a encontrar todo lo necesario para subsistir las dos semanas que habían convenido por teléfono; luego le explicó cómo llegar, rodeando el sendero de arrayanes; le dio un mapa de la zona y le alcanzó una bandeja con una tarta humeante de manzanas.

—Obsequio de navidad—dijo con voz de abuela. Peterson le agradeció mucho y le deseó felicidades. Entonces la mujer se acercó hasta su cara y le preguntó si tenía pensado asistir a la fiesta del treinta y uno a la noche en el club de pescadores.

—Es con motivo del fin de la Era y la llegada del año diez mil —aclaró la vieja. Y agregó—: La entrada es libre y gratuita. Únicamente se aceptan donaciones para paliar los gastos, que por supuesto corren por cuenta exclusiva del fondo común de la reserva.

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Los primeros días los pasó en un estado lamentable, y eso que no esperaba otra cosa. Hacía demasiado calor y extrañaba la ciudad, las calles, los artefactos, las rutinas. Lo inquietaba el bosque. Su presencia cercana e inmanente; la oscuridad y el silencio que brotaba de él, como una brisa. Sentía que el bosque lo rodeaba como un precipicio horizontal. Con las horas, lo fue ganando una sospecha más aguda: no lo rodeaba, lo incluía.

De noche, sacaba un banquito y se sentaba un rato largo a mirar las estrellas desde la penumbra. Le parecía que los ruidos de los insectos, que saltaban o se arrastraban, de hojas o cosas no identificadas que se movían, o que Peterson imaginaba (que no eran ruidos, pero él igual los oía), conformaban de forma aislada una parte del mismo y único silencio.

Las primeras noches alcanzó a percibir, en alguna bóveda del cielo, una aurora violácea que se desplazaba hacia el sur y cada tanto era atravesada por fosforescencias abruptas, como lluvia de cometas. El cuarto día caminó bajo un sol tibio. Esa noche fue la primera de varias con un cielo tan diáfano como los que se ven desde fuera de la atmósfera. Se sentó en el banquito, de espaldas al bosque, y se masturbó mirando las constelaciones. Lo fue desbordando, poco a poco, una trayectoria de imágenes que culminaban siempre en Mara; Mara su cara, cada gesto, las muecas que hacía en la cama; Mara el socorro de sus senos.

La quería tanto, pensó, que podía vivir sin ella. Podía vivir sin verla ni hablarle ni tocarla. Como si quererla así fuera una escuela para querer las demás cosas; y el torrente de ese sentimiento fuera tan caudaloso que se derramara hacia el resto del mundo, y entonces Mara estaba en las cosas y en los seres, y él la habitaba en todos lados, siempre, sin mediaciones. O quizás no, y eso era sólo una excusa que él se inventaba para no ver la realidad (que, para peor, era la única). Se concentró en las constelaciones, tratando de descubrir los movimientos imperceptibles de una presencia en curso. Imaginó una mirada apuntando al mundo desde una distancia tal que su presente de percepción captara ese otro presente, el de Peterson, mediado y antiguo. Las cosas eran imágenes que se disparaban, visiones desprendidas de sí mismas ni bien encarnadas.

La vieja no le había dejado mate ni yerba. Peterson recordaba ahora sus palabras y trataba de pensar en alguien que, en su estado, pudiera subsistir dos semanas sin unos buenos amargos bien calientes. Café como consuelo, y tés orientales estrambóticos. Comidas enlatadas, o en frascos. Le gustaban sobre todo las sardinas conservadas en aceite, y sin darse cuenta abrió la última lata la noche del treinta y uno. Eligió dormir mucho, tanto que llegó a acostarse bien entrada la noche y despertar más allá del crepúsculo.

¿Qué iban a decir en Naxa ahora que decididamente había pateado todos los tableros de la responsabilidad? Se divertía imaginando a alguno de los empleados a cargo del jefe de supervisión (un rubio detestable) frente al monitor de mando de la consola auxiliar; la expresión adusta e inhumana que tenían todos los empleados de esa sección, acentuando sus caras de nada hasta un borde casi extremo de abolición formal, como en una metamorfosis de regresión dérmica; el razonamiento únicamente dirigido a interpretar el mensaje cifrado en la pantalla de eventos, cualquiera de los miles de códigos que habían sido catalogados por el Instituto, hasta agotar cada uno de los recursos que exigía el manual de procedimiento (pero había códigos que sólo Peterson conocía, claves que sólo él podía introducir), nada más que para prevenir una maniobra evasiva o peligrosa; obligado, por lo tanto, a abrir la válvula de descompresión y el programa de control de flujos, lo que evitaría un reajuste en los niveles externos del magma, pero sin dejar, en el fondo, de pensar en él, en Peterson, en todo lo que a esas horas juzgaría de mezquino, en el odio subcutáneo que le tenían y que habitaba tras la falsedad de esos rostros y del saludo amable, cotidiano y simple, y que ahora, por fin, podrían justificar sin esfuerzos, segregándolo.

Los últimos días apenas salió de la cabaña. Prefería quedarse adentro, pensando sin hacer nada, o mirando el cielo con la ventana abierta desde la cama. Eso le generaba un gozo dilatado y paciente, que antes ignoraba. Se agotaron las reservas de conejo en escabeche; sólo quedaba atún y duraznos enlatados.

La sola idea de volver a la ciudad lo entristeció un poco en las horas previas a la partida, y aunque especulaba con diversos y fantasiosos desenlaces alternos al plan original (que iban desde renunciar a Naxa y secuestrar a Mara hasta internarse para siempre en lo más profundo de ese bosque) sabía que no podría ignorar por mucho tiempo sus lugares y su gente, ni el mal necesario de sus rutinas y sus obligaciones. Por lo demás, había encausado con total eficacia el motivo primario de su abandono: evitar el escarnio y la grotesca euforia de un evento en el que no creía; el ensalce de una fecha como cualquier otra que, sin embargo, todos pretendían asociar a un dudoso esquema de los ciclos y de la historia, del tiempo y de la raza humana, pero que indudablemente no podría a la larga adquirir otro estatuto más que el de la olvidable anécdota, por mucho que festejaran y se emborracharan. En este sentido, y quizás en otros que ya averiguaría, su plan había sido un éxito. Estaba feliz cuando dejó la cabaña.

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Como la vieja de la administración había viajado a la ciudad y no iba a regresaba hasta la tarde (“por motivos médicos” decía la nota en la puerta), Peterson tuvo que dejar la llave colgando del picaporte sin poder despedirse. Un poco aliviado se sintió, consciente de que se estaba ahorrando los comentarios detallados sobre la fiesta que el treinta y uno a la noche los directivos de la comarca habían organizado en el club de pescadores.

La aldea de los guardaparques parecía tan desierta como el día que llegó. Junto al pórtico del puesto, habían quitado el cartel con el anuncio de la fiesta, y en su lugar había una serie de imágenes de la flora y la fauna de la reserva con comentarios sobre especies en peligro de extinción. Peterson echó un vistazo general; necesitaba averiguar la frecuencia de salida del ómnibus. La garita estaba vacía o clausurada. Caminó hacia la proveeduría. Se detuvo. Cerca de la entrada, contra la pared, estaba el hombre pequeño, blanco, de unos cincuenta años. Dormía descalzo y, de no ser porque era imposible, se hubiera dicho que no se había movido en dos semanas. Un cuerpo inerte y palpitante echado al mediodía gris.

Peterson miró la cara de ese señor manso, cara de paisaje tenía, vestido como un obrero, miró la planta gastada de sus pies, el perro todo sucio que aún seguía ahí, a su lado como una oveja inmóvil. Rápida y progresivamente, tuvo la certeza de que el mundo había cambiado.

lunes, julio 27, 2009

Gustavo Cerati, lector de Nietzsche

1. La única verdad

Leemos en el extracto 40 de Más allá del bien y del mal, de Friedrich Nietzsche (1844-1900):

"Todo lo que es profundo ama la máscara. (…) Todo espíritu profundo necesita una máscara: más aún, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, superficial, de toda palabra".

Esta concepción nietzscheana del lenguaje resulta netamente reveladora en torno a la naturaleza del mismo. Lenguaje como efecto de una construcción que es, también, un artificio; de la semiosis como ocultamiento; y de la dimensión axiológica de la palabra que no puede sino refractar una realidad, direccionando sus sentidos hacia unos aspectos, pero siempre solapando otros. Concebir un mundo, en efecto, es inexorablemente ocultar otro: uno potencial, aunque tan posible como el que es admitido. Para ver las cosas como son, Nietzsche echa luz acerca de un hecho del que no parece inocente, a saber: que todo espíritu profundo acapara, al menos, alguno de esos mundos de naturaleza insondable o ignorada (o inconfesable), pero, de cualquier modo, en persistente tensión con lo real.

“Todo lo profundo ama el disfraz” evoca Gustavo Cerati (1959) en “Camuflaje”. Ese juego intertextual, disparado al terreno de lo sensual, puede colocarnos frente a la otra cara del rito amatorio: el ocultamiento de las pasiones y la promesa de revelación de una verdad subyacente como sostén del deseo y como eros dominante en nuestras relaciones más cotidianas. Sugerir o intuir esos mundos -latentes detrás de un manto de gestos y de clichés- conforma, a lo mejor, una genealogía inexpresada de los modos en que íntima pero culturalmente nos vinculamos, tantas veces sin entrever esa lógica en la que algunos tabúes de superficie comienzan -hipocresía humana mediante- a ser aceptados.

A pocos días de haberse estrenado “Déjà vu” (corte de difusión de Fuerza Natural, su quinto disco de estudio), Cerati parece aferrarse, una vez más, a esa hermenéutica cuyo fundamento está ligado a develar lo que hay detrás de las máscaras, sencillamente exhibiendo la vigencia de las mismas, y evocando su lado profundo. Recordemos que un propósito de Nietzsche es mostrar que el mundo es un conjunto de apariencias, que la verdad aceptada, como un antifaz, niega cierta clase de naturaleza intrínseca del ser humano y acaba generando una política de índole inhibitoria, una conducta de domesticación y autodomesticación; en consecuencia, se propone quitarle a la realidad su fachada de apariencia, demostrar que “la verdad” es apenas una interpretación más en un mar de verdades -de otras verdades sujetas cada una a otras miradas-, flotando en un océano de lucha. “Todo es mentira, ya verás” canta Cerati (“todo es máscara”), y, como aceptando el mandato nietzscheano según el cual lo más preciado es encontrar una verdad propia en el fluir de las disquisiciones, agrega: “la poesía es la única verdad”.


Nietzsche confía en el arte como en un bien supremo. El artista, de hecho, es para Nietzsche la encarnación del superhombre, aquel capaz de sustraerse al mundo de “las verdades”, de autosuperarse, de enarbolar nuevos valores sin brindar soluciones definitivas (puesto que no las hay, salvo para la ilusión perimida de la razón) y, en definitiva, el artista es aquel que ejerce la “voluntad de poder” (un poder que no significa dominio sobre los otros, sino el que cada persona ejerce sobre sí mismo, ese poder que se haya en la imaginación y en la creatividad). De ahí que se entienda la pregunta explícita en “Déjà vu”: “Sacar belleza de este caos es virtud ¿o no?”, porque, como explica Elena Oliveras en Estética. La cuestión del arte:

El arte tendrá, para Nietzsche, más valor que la verdad, pues la verdad es “fea” y no es posible vivir con ella. Siendo “mentira”, el arte es imprescindible para no perecer a causa de la verdad.

Esa proliferación de la belleza arrebatada al caos que propugna Cerati, es la virtud del artista frente a la “verdad fea” de la realidad. El arte es un propulsor de la idea de que lo caótico de la existencia merece ser superado por un mundo mejor previamente imaginado, real para cada uno y alterno al único que vemos: el de la máscara.


2. El eterno retorno


La concepción del tiempo, en la filosofía de Nietzsche, es circular. La idea del “eterno retorno”, desarrollada en Así habló Zaratustra, difiere, en efecto, con una concepción lineal de la historia. De este modo, los acontecimientos se repiten. El déjà vu, como experiencia del sentimiento de reproducción de un hecho del pasado en otro del presente (sin distinción), metaforiza esa concepción de la periodicidad invariable del tiempo. Da pie a una cosmovisión en la que un final nunca es el último: “Cerca del nuevo fin” (Tabú). En el marco del pensamiento nietzscheano, esa noción se vincula con el desafío de creación de un destino acorde a la conciencia de su regreso. Construir aquello que va a volver -una y otra vez-, y, por lo tanto, hacerlo lo mejor y humanamente posible, apelando a una transformación superadora de la realidad, sobre la base de la libertad de las personas, de la vida que retorna: “Ya tantas veces morí/ nunca me pude ir” (Médium).


Traspolado al terreno del arte, podemos señalar que toda experiencia estética -o todo momento de placer- asegura su perpetua vigencia en el eterno retorno, y es signo creativo de quien llegue a encarnar la voluntad de poder, desplegando una fuerza vital:

Todas las artes también tienen un efecto tónico, aumentan la fuerza, aumentan el placer (el sentimiento de fuerza), excitan todos los más sutiles recuerdos de la embriaguez; hay una memoria particular que desciende en tales estados de ánimo; entonces retorna un lejano y fugitivo mundo de sensaciones.

De este modo, Nietzsche da cuenta del efecto estimulante del arte, lejana a toda veta de inmovilidad de la conciencia histórica. En la lírica ceratiana, esa concepción atenta a un “mundo de sensaciones” regresa una vez más: “Vuelve la misma sensación/ esta canción ya se escribió hasta el mínimo detalle”. Así, la seguridad de lo perpetuo patentizada en “Déjà vu” reduplica la misión del arte en el mundo -y en los mundos.


3. Concluir sin un fin.

Nietszche fue un crítico de la razón positivista. Por este motivo, entre otros, algunas de las más importantes corrientes estéticas del siglo XX son subsidiarias de su pensamiento en lo que respecta al desbaratamiento del orden racional. Un claro ejemplo es apreciable en el movimiento surrealista. Apelar a un “sin sentido” o a un orden que no esté sujeto al estricto conocido, significa -para el arte- liberarse de la lógica de la realidad que creemos apreciar a diario. No es casual, en la poética de Cerati, el recurso reiterado de elementos cuyo efecto de sinestesia, o cuya sustancia onírica, despegan la mirada del mundo y dudan de la más presente realidad: “Recuerdo el mar/ soñé estar aquí/ y no recuerdo despertar” (Engaña). Mucho menos inocente resulta, en “Déjà vu”, la alusión a imágenes surrealistas como las de los relojes de la pintura de Dalí: “Mira el reloj, se derritió”.





Suele pensarse a Nietzsche como un filósofo nihilista. La postulación de la muerte de dios, en efecto, lo entrona en el marco de ese espectro. Sin embargo, el nihilismo nietzscheano, lejos de ser negativo, posee un carácter positivo. La muerte de dios, según esto, coloca al individuo en el centro del escenario del mundo, dueño de si mismo, y en libertad -por fin- de acción. Porque dios ha muerto es precisamente por lo que el ser humano se aferra a la fuerza de la vida, ejerciendo su voluntad de poder. Esa fuerza vital (natural) que lanza al superhombre a la creación de nuevas concepciones de mundo, de nuevos valores y de nuevos sentidos, arroja luces acerca de la importancia siempre actual y consabida del arte en nuestro tiempo irrepetible, como todo lo que vuelve a suceder.

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miércoles, febrero 18, 2009

Persio y la máquina para soñar



El mundo de Persio es substancialmente diferente a nuestro mundo precario; en primer lugar porque -ahora lo sabemos- no habita el mundo, sino los mundos; y en segunda instancia porque, a ciencia incierta, Persio no es lo que se dice un terrícola de pura cepa, muy por el contrario, nació en Melón.

Nadie, en el bar, puede concederse el permiso de no conocerlo demasiado. (“Nadie, en el fondo, llega a conocerse del todo” suele consolarnos Héctor, nuestro carnicero hincha de Huracán, con su sabiduría a media res). El trato, en general, ha sido, sin embargo, siempre un instante agradable y cordial que hasta fue ensalzando –cada vez más- un fructuoso vínculo de aceptación y de respeto para con él y para con nosotros, mutua y recíprocamente, con esa distancia inquebrantable que nos impuso de entrada. Digamos que aprendimos a estimarlo con paciencia sincera y hasta conseguimos admirarlo, no sólo por su obvia inteligencia, sino también -y antes que nada- por lo que concierne a ese valioso hallazgo en los universos de la tecnología: la máquina para soñar.

Se apareció un domingo de marzo a las dos y pico de la tarde; la hora de la fiaca para algunos, de un verano pegajoso para todos y de la previa del fútbol para el grupo de amigos que estábamos, como todos los domingos, en el barcito de Tulio. Se sentó contra el ventanal, pidió una Imperial helada y clavó la vista en la calle hasta el final de la cerveza, como evitando ocupar, con una densidad de atención, un lugar que no le estaba destinado. Se había vuelto, de repente, alguien mucho más cercano, un tipo a quien súbitamente miramos con ese respeto que sólo se puede sentir por un viejo conocido, nadie sabía cómo ni por qué. Nomás liquidó el último trago, dejó un billete sobre la mesa, salió a la calle y ya era como uno más de los antiguos clientes del bar.

Volvía cada domingo. Tenía la costumbre simétrica de llegar, sentarse y tomar una Imperial de litro bien helada con la mirada acomodada en la calle desierta. Después dejaba un billete sobre la mesa y se levantaba sin apuro, con nuestro asombro, porque, durante todo ese lapso (mejor dicho: al final, cuando salía, de golpe), nos enterábamos de algo más, lo íbamos conociendo mejor, lo sentíamos amigo. No podíamos, no nos dejaba imaginar cómo todo eso pasaba, el mecanismo de propagación de un saber cada vez menos ignorado, hasta que un día supusimos –en realidad fue Héctor el que lo comentó casi en secreto– que así funcionaban las cosas en Melón. No cabían dudas: era un modo de comunicación entre los melonitas. Ya nadie ignoró la existencia del planeta azul.

Al final del campeonato (increíblemente adjudicado por Lanús), la vida de Persio casi había dejado de ser un misterio para el grupo de amigos del que sutilmente empezaba a formar parte. Nos resultaba demasiado obvio que de ese modo se llamaba ese señor soltero de cuarenta años que había inventado la máquina para soñar. Porque, entre capa y capa de conocimiento adquirido por sucesivas previas del partido codificado, una vez nos enteramos de la existencia del artefacto novedoso: un delicado mecanismo de ingeniería melonita que se colocaba debajo de la cama y, por efecto de ondas que desconocíamos, te hacía soñar a piacere. Al principio se trató de un programa muy básico: podía soñarse, supongamos, con la vecina de enfrente, sin mayores especificaciones que la de su presencia asegurada durante el sueño. Con el tiempo, los sofisticación del programa consiguió establecer una constelación de variables oníricas, como la certeza de acostarse con la vecina, o la posibilidad ineludible de casarse, divorciarse y reconquistarla, sin pérdida alguna de su erótica materia. La máquina para soñar fue capaz, finalmente, de generar un mundo alternativo que su dueño programaba, un mundo de una noche o de unos instantes de reposo.

Para cuando comenzó el siguiente torneo apertura, Persio se nos había vuelto tan familiar desde su mesa silenciosa, que ya no nos fue muy difícil reconocer la verdad (aunque sí aceptarla): la tentación inocente de una siesta de domingo, la fantasía de conquista de un habitante de un planeta lejano que poco a poco -pero apenas se trataba del comienzo, ya que luego vendría el barrio entero, la ciudad o el planeta- iba cooptando la atención de las mentes del bar hasta asimilarlas al conocimiento de su falsa existencia, como falso era el momento frente a la Imperial helada, su mirada clavada en la calle y un pedazo de tarde, unicamente la utopía siniestra del hombre al que así y todo aprendimos a estimar callados, contra nuestra voluntad, la misma que ya no puede torcer la sincera admiración que sentimos por él y que en el fondo quisiéramos también desbaratar de algún modo extraño e imposible, porque no hay nada entre domingo y domingo, la vida (la nuestra) consiste en juntarnos en el bar, entre amigos, para ver el codificado, y nada más.

El mundo (el nuestro) termina cuando Persio se despierta de la siesta.
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