sábado, julio 22, 2006

Los mimos siempre solapados

No iba a entender. No; hasta que dejara de ver la mano de Celia en el arma. Esos tres, cinco segundos. ¿Cuánto duró el instante, el instante prolongado? Suficiente para darse cuenta de nada.

Entonces Celia jala del gatillo y antes retumba su voz, por última vez oye la síntesis de su voz en el cuarto apropiado y blanco. Dice, como si contara perro, supermercado, milanesas:

–Hace treinta años, oíme bien, treinta y dos años que te quiero matar. Y desde hace un poco más que lo venía planeando.

Entonces Celia jala del gatillo y por un instante, ¿cuánto duró el instante, el instante?, sabe que su vida empezó a terminar la tarde aquella del bar frente a la placita que daba a la fábrica que terminaba en un mar, cuya arena no alcanza a recordar. Y también, de algún modo menos conciso y mucho menos fotográfico y más que nada inabordable, casi nada y casi olvido, sabe que todo desde aquella tarde de agravio y de desprecio, pero mayormente (ahora lo sabe) de venganza en el pueblo salado, en el café cortado, termina ahí, en ese estampido de su voz y en esa arma. Un plan fantástico: la reconciliación, los paseos, las ansias, la primera vez, la propuesta, el casamiento, la mudanza, la ciudad, el primer hijo, los trabajos, el auto cero kilómetro, los viajes, la hija que (esta vez) no buscaron, las fiestas, los amigos, otros viajes, otra mudanza, otra ciudad, otros autos, los mimos siempre solapados y -por eso mismo- tan exquisitos, tan amononados, el círculo de hechos consabidos y gravitantes: de sus anhelos, de la devoción, de lo aprehensible, por el sólo hecho de envejecer juntos y de estar, y de estar.

Bala.
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