sábado, diciembre 09, 2006

Tuí

El OVNI estaba al costado de la ruta, medio como levitando. Tenía luces multicolores y pinta de obra maestra.

Cuando lo vi, yo pensé (y antes pensé “la policía”, porque las luces, de lejos, parecían balizas, y modernas) “otro accidente”, de esos que engrosan la estadística. Un poco por instinto fui soltando el pedal del Renault 12.

Tengo un amigo astrónomo, astrólogo y -por supuesto- ufólogo. Fermín, uno de esos tipos raros y queribles que consagran la vida al misterio, por no decir la vida a la vida. Vos llevá siempre, me decía, siempre que andes por algún camino muerto, y rutas desalmadas, y huellas en el vacío, una cámara de video, o una Kodak con un rollo, uno de esos artefactos que digitalizan imágenes, cualquier cosa, y lo ponés en el baúl, lo dejás en la guantera, te olvidás. Que el día menos pensado, un buen día de éstos, acordate, cuando tengas un encuentro cercano de cierto tipo, lo vas –pero, sobre todo, lo voy- a necesitar, me decía.

Y entonces me acordé de Fermín. No sólo porque nunca le hice ni caso, no sólo porque, cada vez que pude, me burlé de sus confusas teorías monocordes, sino porque, ni bien penetré en una zona de influencia del fantástico objeto, mi viejo Renault 12 se puso a corcovear como un alazán herido y, acto seguido, detuvo su motor sin dar más anuncio que un quejido amarrete cerca del carburador, seguido por el peor de los silencios. Fenómeno que Fermín ya me había adelantado en cientos de relatos sobre avistamientos, abducciones y demás eventos paranormales.

Asumido el influjo, lo que hasta entonces parecía un patrullero se transfiguró en un disco plateado, categórico, demasiado perfecto para no imaginarlo de otro planeta. Llevé el Renault 12 hasta a la banquina y ni bien cesó de dar tumbos lo sofrené entre los cardos.

Las llaves las dejé puestas (no entiendo por qué) y las balizas (que sí andaban) encendidas. Bajé del auto y empecé a caminar despacio, sin disimulo.

El extraterrestre estaba solo, o parecía muy solo, como omitido del paisaje, la silueta estatuaria, erigido contra los yuyos, inmóvil junto al alambrado que separaba la ruta de (como mínimo) el universo. Tenía la cara vuelta hacia el sol y, aunque a esa altura del crepúsculo ya ni lastimaba, se hacía una visera con la mano. Debía medir –calculé- un metro setenta y algo, y era de contextura más bien delgada, sin exagerar. Llevaba botas negras, jeans gastados y un saco marrón de gabardina. Se había alejado algunos metros del OVNI que, ya no me cabían dudas, flotaba.

Por lo general, los seres humanos atinamos a la costumbre. Por eso lo inusual, lo distinto, suele dejarnos boquiabiertos, así como lo familiar nos tranquiliza. En parte por eso le dije:

-¿Todo bien, maestro? –Y yo creo que mi voz lo desconcertó un poco, porque transformó en mano la visera y con una agilidad prodigiosa dio un cuarto de giro sobre sus botas texanas, como un cowboy sofisticado.

Tenía nariz pequeña, ojos achinados, cabeza prominente y el cabello revuelto hecho un mamarracho.

Me midió con una mirada fría, sin entusiasmo, y como no me contestaba me fui acercando más y más hasta que quedé a medio metro de su cara chata.

-Buenas tardes –porfié-, mi nombre es Julio, Julio Manríquez. Vengo del pueblo, y voy para la capital.

El extraterrestre subió la ceja izquierda, después la bajó, la subió, esbozó una sonrisa medio obligada y por fin me ofreció la mano abierta, demasiado amplia, demasiado mano.

-Anselmo Prada, mucho gusto –me dijo, y estrechó mis cinco dedos entre sus cinco dedos.

-Vengo del planeta Tuí, en el sistema estelar Kirón, un suburbio de la galaxia Andrómeda. Pero la verdad es que ando un poco perdido.

El extraterrestre dio un pequeño salto hacia atrás y, al caer, levantó polvo con las botas texanas. Nuevamente se volvió hacia sol que se fundía con la llanura, lo miró como si tratara de orientarse.

-Ahorita llevo más de catorce triones ininterrumpidos maniobrando esa bestia –se quejó, y me hizo un gesto nulo que comprendía el platillo y, probablemente, las luces verdes, rojas y azules que ahora giraban de un modo zigzagueante y arrítmico, casi a despecho de la máquina.

-Si quiere puedo acercarlo hasta la capital –le dije sin pensar que eso, para él y para mí, era una ridiculez-. ¿Usted para adónde iba, si se puede saber?

Me miró con la cara, más que con los ojos.

-Estoy buscando un lago –me explicó-, de un complejo sistema de hidro-redes que crearon a espaldas del gobierno. Son nueve en total, todos artificiales. Dígame ¿usted, no sabe nada?

Rápido dije:

-Ni idea –y repetí-: Yo vengo del pueblo –como si eso explicara algo.

Nos quedamos callados. Las nubes del fondo mutaban de un rojo hipotético a un oscuro invisible. Después, el extraterrestre fue hasta el OVNI y empezó a deslizar las manos por su superficie como si lo mimara, como si estuviese vivo. No tardé en entender que, en realidad, no lo tocaba, ya que jamás trasponía límite de una circunferencia imaginaria, emergente, cuya distancia –ínfima- respecto del OVNI respondía a principios que yo desconocía, como también desconocía los fines de ese ritual. Casi se lo digo. Que me explicase, además, el truco para hacer flotar la nave. Pero no dije nada, tal vez para evitarme una réplica imposible, y recién al rato, cuando le pregunté si Tuí quedaba muy lejos, sentí en ese instante menos curiosidad verdadera que unas ganas bárbaras de volverme, subir al Renault 12 y dejarlo ahí solo.

Me miró en la penumbra pero no alcancé a ver los ojos, ni la cara, pero me miró. Luego dijo que el planeta quedaba a unos setecientos liptiones desde la última gravitación del primer anillo de succión, o algo así.

-A lo sumo serán ochocientos lipitiones, pero exagero.

Se movió ladeándose, la silueta recortada contra la opacidad de la llanura. Le escuché decir:

-¿Querés ir?

Y entonces:

-¿Querés que te lleve?, ¿querés conocer Tuí?

Me acordé de Fermín, yo ahora me acuerdo de Fermín cuando insistía, cuando molestaba con eso de las abducciones y todo tipo experiencias traumáticas que el correlato de su imaginación hacía circular en formato de secuestro, siempre era un rapto que forzaba un alienígena demente.

Traté de ser lo más lógico posible:

-¿No se me hará muy tarde?

Pero antes él había dicho:

-Vení, subí que yo te llevo.

Y de algún lado de la nave se había extendido una escalerita angosta y brillante, lo suficientemente angosta y lo suficientemente brillante como para no andar dudando de sus practicidad.

-Es un rato, después te traigo –me respondió.

No dije nada. Caminé hasta la escalera y subí sin respirar. El extraterrestre me seguía. Entramos a una cabina cuadrada que me pareció muy amplia, incluso más grande que el plato volador. El extraterrestre me condujo hasta lo que debía de ser el panel de control, un tablero sin relojes ni botones, sin luces ni pantallas, una cosa plana, abstrusa. Respiré.

En ese momento (¿o fue después?, pero ¿cuándo?), como yo no entendía nada, le hice un comentario disparatado acerca de las distancias en el espacio. Básicamente, era una teoría que indagaba en la naturaleza del cosmos, dejando entrever la posibilidad de que la galaxia Andrómeda pudiera estar cerca y lejos a la vez. No inquiría, afirmaba. Cuando quedé sin palabras, él dijo:

-Cerca, lejos, eso nunca importa. Algún día va a estar tan cerca de aquí que se va a estrellar contra la Vía Láctea. Es sólo cuestión de tiempo. Todo es cuestión de tiempo. Y el tiempo es una impresión. Nada más que una impresión –me dijo en un tono que me tranquilizaba.

No había ventanas. Pero de repente se empezó a ver para afuera. Se veía la ruta iluminada por el OVNI y también el Renault 12. Más allá, las luces muertas de alguna estancia.

El extraterrestre no hizo nada, ni un gesto. La nave comenzó a elevarse sin que mi estómago se enterara. Pronto estuvimos a tanta altura que se notaba el fulgor de las ciudades, y unos segundos después se empezó a distinguir la forma de la Tierra, el contorno opaco de la noche y el mediomundo del día. Después no vimos más nada. Ni siquiera estrellas. Sólo oscuridad.

De golpe empecé a sentir unas náuseas bárbaras.

-Estoy que vomito –le dije.

-Es normal –me dijo-: Ésta es tu primera vez.

Y me alcanzó una especie de tacho blanco con puntitos. Vomité. Los puntitos se chuparon todo. Quedó el tacho reluciente, sin hedores. Me sentía bien.

-Ya llegamos –me informó el extraterrestre.

-¿Ya? –me sorprendí.

-Sí, dale, bajá –me pidió.

Bajamos por la escalerita a lo que resultó ser un estacionamiento para OVNIS. Un cartel, pintado con letras rojas, decía: Estación Terminal Vansset.

Era un día caluroso, diáfano, un día radiante de sol. O de soles, porque había dos.

-Giramos alrededor de esa –me dijo Anselmo señalando la estrella que más brillaba-: La otra es satélite.

Caminamos por una especie de explanada que descendía hacia una zona arbolada. Salimos del estacionamiento a una avenida bastante ancha, con veredas muy limpias. Los extraterrestres iban y venían como si nada, como si pasearan o fueran al trabajo. Cruzamos la avenida y doblamos por una calle de casas bajas. Desembocamos en una plaza adusta, sin ornamentos.

-Plaza Central –anunció Anselmo con un orgullo solapado. Y empezó a explicarme-: Ese edificio que está allá enfrente es la municipalidad. Y aquel de atrás, medio gótico, es la iglesia. –Hizo una reverencia dirigida en dirección a la torre del campanario que se elevaba entre unos sauces viejos.

Avanzamos luego por un pedregal que partía la plaza en dos. A cada lado, el pasto era una alfombra prolija, y verde. Había extraterrestres jugando a la pelota, y algunos acostados que tomaban soles. Otros, más pequeños, hacían fila en un tobogán, circundados por la mirada atenta de sus madres. Un perro negro y sin bozal –casi un Doberman- se me vino al humo con los colmillos para afuera, y tuve que espantarlo con ademanes y exclamaciones.

Llegamos al otro extremo de la plaza y cruzamos una calle recta, sin tránsito. Vimos un bar abierto en la esquina sin ochava. Anselmo se volvió hacia mí, a punto de implorar. Podía aceptarle una cerveza, conocer –ya que estaba- un auténtico bar tuitense, y con tiempo de sobra para mi regreso triunfal a la Tierra, justo antes del amanecer. Dije que cómo no, y entramos.

Era un salón discreto, con mesas rectangulares, espejos en los rincones, cuadros de flores por todos lados y un par de billares en el fondo. Los extraterrestres, sentados, o acodados en la barra, fumaban y bebían cerveza, o whisky, o café en jarrito. Nos ubicamos en una mesa del costado, pegada al ventanal que exhibía la plaza. El patrón del lugar, un extraterrestre pálido, medio excéntrico, leía un libro gordo detrás del mostrador. Anselmo encargó las cervezas y, mientras aguardábamos, me contó que tenía una esposa y dos hijos, que se había casado muy joven y que por el momento se las ingeniaba con ese tema del agua. Debí de poner una expresión de desconcierto, porque agregó:

-Acá, en Tuí, nos habíamos quedado cortos: mucha gente y poco agua. Hasta que solucionamos lo del aprovisionamiento, esto fue un caos. Por suerte, podemos decir que quedó en el pasado. Pero le aseguro que la pasamos mal. Así como lo ve, éste fue un lugar de peste y de miseria. Hoy por hoy, si lo cuento en voz alta, mis hijos me miran como a un bicho extraño. Ellos no la vivieron. Ellos ni saben.

No dijo más. El mozo trajo las cervezas y un platito con maníes. Bebimos despacio, a salvo de los dos soles que mancillaban la plaza sin dejar lugar para la sombra, paladeando sorbo a sorbo el ungüento burbujeante y dorado.

Al final nos pusimos de pie y Anselmo dejó en la mesa un billete de treinta Kops, o Keps. Después salimos a la calle.

Desandamos el camino apurando el paso. El paisaje era el mismo de hacía un rato. Cuando llegamos al estacionamiento, me di vuelta para mirar la ciudad. Había sido una visita breve, pero agradable, y aunque sabía que esa era mi primera y también mi última vez en Tuí, no sentí mucha nostalgia.

Fue un viaje relámpago, incluso más vertiginoso que el de ida. El extraterrestre le metía pata, y por las dudas dejó el tacho blanco con puntitos a una distancia prudencial del panel de comando. Pero ya no volví a sentir náuseas, ni mareos, y cuando quise acordarme pude ver el continente delineado por el destello rutilante de las ciudades ribereñas. Me sentí contento, aliviado, me sentí en casa, y me acordé otra vez de Fermín, yo ahora me acuerdo de Fermín. Ahora que él es el escéptico, y yo el raro.

Nos despedimos con un abrazo al borde de la nave. Eso fue todo. Me hubiese gustado contarle algo de mí, pero no creí que pudiera interesarle.

Cuando la nave despegó, la vi serpentear una fracción de algún tiempo en el aire y al fin borrarse frente a la inconsistencia lechosa del cielo negro. Después salté a la ruta y fui a buscar el Renault 12 que estaba entre los cardos, intacto, con las luces encendidas en esa ruta por la que no pasaba un alma.
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