domingo, agosto 29, 2010

Las ciudades y los signos

“Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con las palabras que la describen.”

Italo Calvino, Las ciudades invisibles.



Al llegar a Lòhjos, la ciudad escrita, el viajero ha atravesado un océano seco con restos fósiles de especies de moluscos y edificios confeccionados en roca volcánica, algunos con formas de bivalvos, lo que ha generado la hipótesis descabellada de que la ciudad, en sus bosquejos, era submarina e inverosímil.

Por calles, se detiene a contemplar suburbios bajos y mercados de trueque en plazas que contrastan con la aridez y las expectativas. El viajero ha maquinado en el desierto marino la fantasía de que una ciudad escrita había de ser un artificio que sólo podía ser leído. La ansiedad por arribar le engendra finalmente la idea de que la ciudad, a ciencia real, es un texto. La comprobación de todos sus miedos puede acarrear, ya en Lòhjos, una certeza más apabullante: la ciudad no difiere de cualquier otra.

Su período fundacional se estipula en una serie de relatos míticos que se incrustan crudamente en el inframundo pobre y estéril que habitaron las primeras familias, como una metáfora de la cruda metonimia que supone. Historias de peregrinos nómades, y un minotauro salvaje que corría libre por la salina. Cuentan que una mujer alada los guió hasta arenas seguras que hacían prever sentidos ajenos al paisaje. Cuentan que los primeros años fueron arduos, que una tormenta de arena y piedras destruyó el poblado y mató a los más ancianos y hubo que reescribir casi todo. Cuentan que hay, en un valle fértil de ríos cristalinos, una ciudad idéntica y original, de la que Lòhjos es impúdica copia. Pero hay quien se jacta de que Lòhjos, sólo por eso, es por mucho superior.

La ciudad, en rigor, posee una entidad dual: a la ciudad con sus cimientos y construcciones y calles y negocios y parques y casas y ciudadanos, le acontecen la materialidad de una ciudad hipotética que el viajero, sin saberlo, trae consigo, y que contrasta con las partes de la Lòhjos real. El resultado es una tercera Lòhjos, la única visible, y cuyo registro es tan misterioso como beligerante: por sus calles, los elementos de una y de otra persisten en constante tensión y disputa de matices. Así, con cada viajero, la Lòhjos invisible e idéntica para todos deviene en ciudades cuyas características se pierden en interpretaciones, valoraciones, malentendidos y supuestos. Los oriundos se quejan de que, con cada oleada turística, se hallan en situación embarazosa de compartir un mismo espacio (y hasta un mismo cuerpo) con seres desiguales que actúan de modo similar, piensan casi igual y, con el tiempo, suelen acentuar sus diferencias. Actualmente, se ven llegar hordas de extranjeros que ocupan las vidas de la Lòhjos escrita y perdurable.

Limitada a una geografía precisa y discreta, la ciudad es potencialmente infinita. Me había intimado a mí mismo a no volver a Lóhjos desde mi última visita. Pero un afán por calles tristes y mercados exóticos me indujo una vez más a armarme de equipaje y atravesar el desierto que quizás nunca fue un mar como dicen, nomás para ensalzar su pasado. Veo el pórtico enorme, tallado en marfil, que da la bienvenida y se abre en suburbios. Casa por casa, las palabras son saqueadas brutalmente.
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