miércoles, febrero 18, 2009

Persio y la máquina para soñar



El mundo de Persio es substancialmente diferente a nuestro mundo precario; en primer lugar porque -ahora lo sabemos- no habita el mundo, sino los mundos; y en segunda instancia porque, a ciencia incierta, Persio no es lo que se dice un terrícola de pura cepa, muy por el contrario, nació en Melón.

Nadie, en el bar, puede concederse el permiso de no conocerlo demasiado. (“Nadie, en el fondo, llega a conocerse del todo” suele consolarnos Héctor, nuestro carnicero hincha de Huracán, con su sabiduría a media res). El trato, en general, ha sido, sin embargo, siempre un instante agradable y cordial que hasta fue ensalzando –cada vez más- un fructuoso vínculo de aceptación y de respeto para con él y para con nosotros, mutua y recíprocamente, con esa distancia inquebrantable que nos impuso de entrada. Digamos que aprendimos a estimarlo con paciencia sincera y hasta conseguimos admirarlo, no sólo por su obvia inteligencia, sino también -y antes que nada- por lo que concierne a ese valioso hallazgo en los universos de la tecnología: la máquina para soñar.

Se apareció un domingo de marzo a las dos y pico de la tarde; la hora de la fiaca para algunos, de un verano pegajoso para todos y de la previa del fútbol para el grupo de amigos que estábamos, como todos los domingos, en el barcito de Tulio. Se sentó contra el ventanal, pidió una Imperial helada y clavó la vista en la calle hasta el final de la cerveza, como evitando ocupar, con una densidad de atención, un lugar que no le estaba destinado. Se había vuelto, de repente, alguien mucho más cercano, un tipo a quien súbitamente miramos con ese respeto que sólo se puede sentir por un viejo conocido, nadie sabía cómo ni por qué. Nomás liquidó el último trago, dejó un billete sobre la mesa, salió a la calle y ya era como uno más de los antiguos clientes del bar.

Volvía cada domingo. Tenía la costumbre simétrica de llegar, sentarse y tomar una Imperial de litro bien helada con la mirada acomodada en la calle desierta. Después dejaba un billete sobre la mesa y se levantaba sin apuro, con nuestro asombro, porque, durante todo ese lapso (mejor dicho: al final, cuando salía, de golpe), nos enterábamos de algo más, lo íbamos conociendo mejor, lo sentíamos amigo. No podíamos, no nos dejaba imaginar cómo todo eso pasaba, el mecanismo de propagación de un saber cada vez menos ignorado, hasta que un día supusimos –en realidad fue Héctor el que lo comentó casi en secreto– que así funcionaban las cosas en Melón. No cabían dudas: era un modo de comunicación entre los melonitas. Ya nadie ignoró la existencia del planeta azul.

Al final del campeonato (increíblemente adjudicado por Lanús), la vida de Persio casi había dejado de ser un misterio para el grupo de amigos del que sutilmente empezaba a formar parte. Nos resultaba demasiado obvio que de ese modo se llamaba ese señor soltero de cuarenta años que había inventado la máquina para soñar. Porque, entre capa y capa de conocimiento adquirido por sucesivas previas del partido codificado, una vez nos enteramos de la existencia del artefacto novedoso: un delicado mecanismo de ingeniería melonita que se colocaba debajo de la cama y, por efecto de ondas que desconocíamos, te hacía soñar a piacere. Al principio se trató de un programa muy básico: podía soñarse, supongamos, con la vecina de enfrente, sin mayores especificaciones que la de su presencia asegurada durante el sueño. Con el tiempo, los sofisticación del programa consiguió establecer una constelación de variables oníricas, como la certeza de acostarse con la vecina, o la posibilidad ineludible de casarse, divorciarse y reconquistarla, sin pérdida alguna de su erótica materia. La máquina para soñar fue capaz, finalmente, de generar un mundo alternativo que su dueño programaba, un mundo de una noche o de unos instantes de reposo.

Para cuando comenzó el siguiente torneo apertura, Persio se nos había vuelto tan familiar desde su mesa silenciosa, que ya no nos fue muy difícil reconocer la verdad (aunque sí aceptarla): la tentación inocente de una siesta de domingo, la fantasía de conquista de un habitante de un planeta lejano que poco a poco -pero apenas se trataba del comienzo, ya que luego vendría el barrio entero, la ciudad o el planeta- iba cooptando la atención de las mentes del bar hasta asimilarlas al conocimiento de su falsa existencia, como falso era el momento frente a la Imperial helada, su mirada clavada en la calle y un pedazo de tarde, unicamente la utopía siniestra del hombre al que así y todo aprendimos a estimar callados, contra nuestra voluntad, la misma que ya no puede torcer la sincera admiración que sentimos por él y que en el fondo quisiéramos también desbaratar de algún modo extraño e imposible, porque no hay nada entre domingo y domingo, la vida (la nuestra) consiste en juntarnos en el bar, entre amigos, para ver el codificado, y nada más.

El mundo (el nuestro) termina cuando Persio se despierta de la siesta.
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