martes, septiembre 12, 2006

Patologías trascendentales

For as the sun is daily new and old,
so is my love still telling what is told.
W. Shakespeare
Anoche tuve otro ataque de conciencia. Empezó con los síntomas de siempre: náuseas, mareos, vértigo, cagaderas, y unas ganas bárbaras de apagar el televisor.

En líneas generales (como no podría ser de otro modo), un ataque de conciencia es definible, más o menos, como una interrupción -paulatina y también transitiva- del vasto accionar operativo que supone cualquiera de los múltiples y complejos sistemas de clasificación (no diré imperantes). Se trata, pues, de la anulación -más o menos caótica y programática- del conjunto de taxonomías, por lo que todo orden jerárquico (y hasta la más prolija colección etiquetadora de valores y formas culturizables y, por lo tanto, históricas) se desmorona ante el simple –pero simplísimo- acto perceptivo, sin que medie –así- ninguna clase de categorías ni filtros de índole axiológico. O sea que un ataque de conciencia es una cosa complicadísima de entender, o -derecho viejo- imposible de entender. Es algo así como una campaña electoral. O algo mucho más grave que no tengo ni ganas de pensar.

Cuando este infierno empezó (porque es eso: un infierno que se me adelantó), al principio me obligaba al sedentarismo, la reclusión despótica que no vacilaba en infligirme para –negándome- negar al mundo. Me resistía a ir al supermercado, o salir a la calle, o comprar albóndigas en la rotisería, o a saludar a la vecina (¡qué tetas que tiene la vecina!), me encerraba en el dormitorio y me la pasaba echado en la cama en el más macabro aislamiento, en la más exquisita oscuridad. Por entonces, yo esperaba el cese de cada arremetida para imbricarme otra vez en la esencia de lo cotidiano, las cosas simples de todos los días: hacer la cama, leer el diario, buscar trabajo. Nomás con el tiempo (y solamente por voluntad y elección de resistir a crisis renovadas y tormentos, y como si me repusiera a un tipo aún no catalogado de agorafobia), comencé a dar unos breves (lentos, tontos) pasos. Me iba hasta la esquina en pleno trance y me quedaba ahí parado mirando los autos, experimentando el asfalto, los jardines, una nube sola. O iba hasta el mercadito de la otra cuadra e intercambiaba un breve y sucinto parlamento sobre el estado del tiempo o el partido del domingo con el carnicero. Sólo que, en los entretelones de mi mente, no operaba para mí ningún grado de mediación, ningún género residual de dependencia intersubjetiva, cosa que el carnicero ni se podía imaginar cuando yo le decía cosas como: “tá fresquito, eh”, o “la defensa de Racing juega horrible”.

Un ataque me puede durar varios días. O semanas. O hasta meses enteros (el que me aqueja ya lleva cuatro). Transcurso durante el cual me siento como Adán: no hay -cuando hablo, cuando pienso, cuando obro, cuando duermo- antecedentes calificativos para aquello que nombro, reflexiono, hago o sueño. El planeta es libre y yo me encuentro –mal que mal- equilibrado.

Así, o habría que decir que más o menos así (quiero decir: en ese “estado”) conocí a Mara. Así: disimulando el ímpetu radical (e inusitado, e inusitado) de la conciencia más básica. O mejor dicho: recapitulando cada mota de mi inveterado perfil de persona mundana, de tipo piola (a veces, a veces).

Básicamente, Mara es un ser diferente, o peor: una mujer diferente, incluso por su manera de ser tan igual al resto (al resto de la humanidad y, lógico, de las mujeres). De hecho, a nadie se le ocurriría razonar que ella es única, que ella es incomparable o auténticamente rara. A nadie, ni siquiera a mí, para quien, a esta altura, distinto ya no significa (y tal vez sólo para mí) “no equiparable”. Pero en todo caso:

1- Mara es linda, aunque no tanto como para que no me guste.
2- Mara es muy femenina, realmente muy femenina.
3- Le encanta el mar, como a todas las mujeres (sin exclusión).
4- Le seduce planchar la ropa, cosa de por si inentendible y asimismo seductor.
5- Es heterosexual, ¡por supuesto!
6- Y debe ser judía, porque se llama Mara Oberberg.

Al principio, Mara y yo nos llevábamos muy mal, muy como se dice a las patadas, y debe ser por eso que (porque otra explicación no le encuentro) al final de un tunel con una luz en el fondo nos casamos.

Ella (Mara) era cajera en un autoservicio. Y yo era cliente de un autoservicio para el que ella trabajaba (de cajera). Ella creía en la amistad entre el hombre y la mujer (cosa que explica el porqué del ataque de desesperación que motivó llevarla a un telo lo antes posible, no fuera cosa que nos hiciésemos amigos). Y yo le explicaba que padecía una cruenta enfermedad que me hacía vivir en un universo un poco paralelo en el que no existía ninguna clase de semiosis, con lo cual no me era posible apropiarme del carácter intrínsecamente social de una lengua cualquiera, dado que no resulta concebible una palabra, ni un discurso, que no esté habitado por otras palabras, y otros discursos, y demás estimaciones, pero que sin embargo yo (“porque en definitiva también pertenezco a este universo”, le explicaba) hablaba. Ella se reía de mí. Y yo también.

Nos fuimos a coexistir a una especie de departamento contrafrente que fuimos adaptando a nosotros (a ella) producto de un calculado objetivo común (aparentemente sin determinaciones), y que amueblamos según las típicas y modernas reglas de la buena decencia y el buen gusto (nada de cuartos pintados de negro, nada de puerta falsas que den a una pared blanca, nada de plantas, en fin, nada anormal).

Al principio, como dije, nos llevábamos mal. Tanto que una mañana, mientras yo leía la sección “clasificados” de un diario inclasificable, Mara me confesó que estaba conmigo “por descarte”. O sea, que yo era su pareja por puro efecto de negatividad. Me aseguró que éramos novios “porque los otros hombres que tenía a mano eran potencialmente peores que vos”. Por mi parte, quise hacerle entender (puesto que yo no podía comunicarme poniéndola en mis zapatos) que la suma de mis estados cognitivos, de equilibradas infinitudes armónicas, eran el corolario no sólo de mi inconfesado padecimiento, sino también de mi inhumano y denodado esfuerzo para disimular una contemplación límpida y plena de la realidad. Le explicaba que, en rigor, yo me sentía algo así como un héroe cuyo honor ni siquiera estaba en juego, y al que cualquier forma de reconocimiento, o premio (cosas de héroes), lo hubiera envilecido muy a pesar de esas opiniones tan públicas y tan concensuadas, repletas de general algarabía. Y agregaba:

-Yo, durante un trance, Marita linda, puedo sentir (si quiero) la respiración de una rosa. O puedo directamente ser la rosa, y hasta darme cuenta de que no es una rosa, o (al menos) eso que se entiende por rosa, que es otra cosa, una “no rosa”. Me sale decir que es un devenir, pero qué estúpido, qué kafkiano que soy, Marita, mi amor. En general, de eso se trata, de un devenir, sólo que ni bien lo digo, ni bien se me ocurre “devenir”, deja de ser el sentido verdadero, la causa, puesto que las palabras están sumamente contaminadas, Mara, mi amor, mi alma, y hay otros sentidos afuera del que se le da. Huir del sentido y de los marcos que impone la cultura se paga con un grado de introspección tan alto, pero tan alto, que una comprensión de ese calibre te lanza de cabeza a la naturaleza, a la unidad. ¿Entendés, Maritita, corazón, osito melifluo? ¿Entendés que todo eso puede no ser nada comparado exactamente con todo eso; y al revés, que las cosas pueden ser iguales sin ni siquiera tener que parecerse? ¿Entendés, atorranta?

Yo creo que ella algo entendía, porque se quedaba un rato mirándome sin abrir la boca, un poco haciéndose la que no me escuchaba para nada (o solía replicar: “eso que me decís me entra por un oído y me sale por la nariz, entre los mocos”), o la que no deducía ni uno solo de mis enunciados, y después (como siempre) desviaba la conversación hacia alguna cuestión más práctica, menos abstracta, hablaba de comprar un gato, de sacar la basura o hacer un guiso de lentejas.

Tanto peor si, brutamente en mitad de algo, me agarraba un ataque. Como la vez en el cine. Daban una película sobre la segunda guerra mundial. Era el cumpleaños de la hermanita de Mara (Celeste o Julieta, no me acuerdo, no importa) y tuvimos que llevarla. Me dio un ataque cuando promediaba la proyección, justo cuando Hitler no sé qué cosa contra los rusos, justo cuando la hermanita de Mara pedía pochoclo desesperada. Era mi primer ataque desde que salía con Mara, y el último del Führer. Tuve que irme, alejarme, excusarme: tenía ganas de ver el mar, o algo. Un charco de agua podrida en la cuneta de la calle. Un baldío con yuyos. Una puerta de barrio. Pero no hice nada. Me fui a mear al baño y, cuando volví, ya había empezado el desembarco, el 6 de junio de 1944.

-¿Todo bien, bichito de luz?

-Sí, sí, todo okey, traje pochoclo, uy mirá la cara destrozada de ese actor de reparto, dios santo, qué peliculón –dije para disimular. Pero se dieron cuenta, las dos sospecharon, sobre todo Mara, que es más avispada que la hermana y, encima, no hay pop corn que le venga bien.

Y confesé. Al otro día, como si fuese fácil, como si fuese narrable, como si alguien (como si Mara) fuese a entender, le conté todo. No hay peor mudo que el que no puede hablar. Y como, en efecto, no entendió nada, y como dijo que sí, que me entendía, y como yo tampoco la entiendo ella pero no soy estúpido, nos fuimos a vivir juntos y un año después nos casamos. Tenemos una hija, dos gatos, auto.

He decidido escribir esto ahora que, acuciado ya por los efectos trascendentales y devastadores de otro ataque que quizás -esta vez por fin- no acabe y me aniquile, vuelvo a encerrarme sobre mí mismo, introspectivamente, como un agujero negro. Lo peor del caso es que no sé hasta qué punto deba o pueda seguir disimulando la gravedad real de los acontecimientos. Y estimo que Mara (porque la nena es chiquita y no se da cuenta) ha empezado a sospechar algún tipo de cosa. Ayer, sin ir más lejos, me dijo que últimamente me notaba raro, lleno de disidencias. Dijo que ella se daba cuenta de que estábamos en fuga, equidistantes de una zona de vacío, sin diálogo, como perdiendo nuestra magia, “ese nidito que forjamos juntos”, y que ya estaba un poco cansada, dijo “podrida de vos”, y que quizás lo mejor fuera distanciarnos por un tiempo. Yo sé que estas cuestiones son una moneda corriente, cosas que pasan todos los días, que a todo el mundo le pasa y que yo, en definitiva, soy parte de ese mundo. Yo sé bien que hay que remarla y volver a empezar, como siempre. Pero no tengo mucha fuerza ni ánimo ni hay cura para esta enfermedad de mierda. Mi salud empeora, segundo tras minuto, y a cada momento me vuelvo más vulnerable, más melodramático (al pedo), más predecible y mucho más transparente, voy dejando que las cosas simplemente sucedan como si ellas solas fueran ocupando (o buscando) un espacio, que ya estoy grande para no obligarme a nada, para no pensar en nada porque hace rato que se acabaron las formas de decir lo mismo, digo.
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