lunes, julio 27, 2009

Gustavo Cerati, lector de Nietzsche

1. La única verdad

Leemos en el extracto 40 de Más allá del bien y del mal, de Friedrich Nietzsche (1844-1900):

"Todo lo que es profundo ama la máscara. (…) Todo espíritu profundo necesita una máscara: más aún, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, superficial, de toda palabra".

Esta concepción nietzscheana del lenguaje resulta netamente reveladora en torno a la naturaleza del mismo. Lenguaje como efecto de una construcción que es, también, un artificio; de la semiosis como ocultamiento; y de la dimensión axiológica de la palabra que no puede sino refractar una realidad, direccionando sus sentidos hacia unos aspectos, pero siempre solapando otros. Concebir un mundo, en efecto, es inexorablemente ocultar otro: uno potencial, aunque tan posible como el que es admitido. Para ver las cosas como son, Nietzsche echa luz acerca de un hecho del que no parece inocente, a saber: que todo espíritu profundo acapara, al menos, alguno de esos mundos de naturaleza insondable o ignorada (o inconfesable), pero, de cualquier modo, en persistente tensión con lo real.

“Todo lo profundo ama el disfraz” evoca Gustavo Cerati (1959) en “Camuflaje”. Ese juego intertextual, disparado al terreno de lo sensual, puede colocarnos frente a la otra cara del rito amatorio: el ocultamiento de las pasiones y la promesa de revelación de una verdad subyacente como sostén del deseo y como eros dominante en nuestras relaciones más cotidianas. Sugerir o intuir esos mundos -latentes detrás de un manto de gestos y de clichés- conforma, a lo mejor, una genealogía inexpresada de los modos en que íntima pero culturalmente nos vinculamos, tantas veces sin entrever esa lógica en la que algunos tabúes de superficie comienzan -hipocresía humana mediante- a ser aceptados.

A pocos días de haberse estrenado “Déjà vu” (corte de difusión de Fuerza Natural, su quinto disco de estudio), Cerati parece aferrarse, una vez más, a esa hermenéutica cuyo fundamento está ligado a develar lo que hay detrás de las máscaras, sencillamente exhibiendo la vigencia de las mismas, y evocando su lado profundo. Recordemos que un propósito de Nietzsche es mostrar que el mundo es un conjunto de apariencias, que la verdad aceptada, como un antifaz, niega cierta clase de naturaleza intrínseca del ser humano y acaba generando una política de índole inhibitoria, una conducta de domesticación y autodomesticación; en consecuencia, se propone quitarle a la realidad su fachada de apariencia, demostrar que “la verdad” es apenas una interpretación más en un mar de verdades -de otras verdades sujetas cada una a otras miradas-, flotando en un océano de lucha. “Todo es mentira, ya verás” canta Cerati (“todo es máscara”), y, como aceptando el mandato nietzscheano según el cual lo más preciado es encontrar una verdad propia en el fluir de las disquisiciones, agrega: “la poesía es la única verdad”.


Nietzsche confía en el arte como en un bien supremo. El artista, de hecho, es para Nietzsche la encarnación del superhombre, aquel capaz de sustraerse al mundo de “las verdades”, de autosuperarse, de enarbolar nuevos valores sin brindar soluciones definitivas (puesto que no las hay, salvo para la ilusión perimida de la razón) y, en definitiva, el artista es aquel que ejerce la “voluntad de poder” (un poder que no significa dominio sobre los otros, sino el que cada persona ejerce sobre sí mismo, ese poder que se haya en la imaginación y en la creatividad). De ahí que se entienda la pregunta explícita en “Déjà vu”: “Sacar belleza de este caos es virtud ¿o no?”, porque, como explica Elena Oliveras en Estética. La cuestión del arte:

El arte tendrá, para Nietzsche, más valor que la verdad, pues la verdad es “fea” y no es posible vivir con ella. Siendo “mentira”, el arte es imprescindible para no perecer a causa de la verdad.

Esa proliferación de la belleza arrebatada al caos que propugna Cerati, es la virtud del artista frente a la “verdad fea” de la realidad. El arte es un propulsor de la idea de que lo caótico de la existencia merece ser superado por un mundo mejor previamente imaginado, real para cada uno y alterno al único que vemos: el de la máscara.


2. El eterno retorno


La concepción del tiempo, en la filosofía de Nietzsche, es circular. La idea del “eterno retorno”, desarrollada en Así habló Zaratustra, difiere, en efecto, con una concepción lineal de la historia. De este modo, los acontecimientos se repiten. El déjà vu, como experiencia del sentimiento de reproducción de un hecho del pasado en otro del presente (sin distinción), metaforiza esa concepción de la periodicidad invariable del tiempo. Da pie a una cosmovisión en la que un final nunca es el último: “Cerca del nuevo fin” (Tabú). En el marco del pensamiento nietzscheano, esa noción se vincula con el desafío de creación de un destino acorde a la conciencia de su regreso. Construir aquello que va a volver -una y otra vez-, y, por lo tanto, hacerlo lo mejor y humanamente posible, apelando a una transformación superadora de la realidad, sobre la base de la libertad de las personas, de la vida que retorna: “Ya tantas veces morí/ nunca me pude ir” (Médium).


Traspolado al terreno del arte, podemos señalar que toda experiencia estética -o todo momento de placer- asegura su perpetua vigencia en el eterno retorno, y es signo creativo de quien llegue a encarnar la voluntad de poder, desplegando una fuerza vital:

Todas las artes también tienen un efecto tónico, aumentan la fuerza, aumentan el placer (el sentimiento de fuerza), excitan todos los más sutiles recuerdos de la embriaguez; hay una memoria particular que desciende en tales estados de ánimo; entonces retorna un lejano y fugitivo mundo de sensaciones.

De este modo, Nietzsche da cuenta del efecto estimulante del arte, lejana a toda veta de inmovilidad de la conciencia histórica. En la lírica ceratiana, esa concepción atenta a un “mundo de sensaciones” regresa una vez más: “Vuelve la misma sensación/ esta canción ya se escribió hasta el mínimo detalle”. Así, la seguridad de lo perpetuo patentizada en “Déjà vu” reduplica la misión del arte en el mundo -y en los mundos.


3. Concluir sin un fin.

Nietszche fue un crítico de la razón positivista. Por este motivo, entre otros, algunas de las más importantes corrientes estéticas del siglo XX son subsidiarias de su pensamiento en lo que respecta al desbaratamiento del orden racional. Un claro ejemplo es apreciable en el movimiento surrealista. Apelar a un “sin sentido” o a un orden que no esté sujeto al estricto conocido, significa -para el arte- liberarse de la lógica de la realidad que creemos apreciar a diario. No es casual, en la poética de Cerati, el recurso reiterado de elementos cuyo efecto de sinestesia, o cuya sustancia onírica, despegan la mirada del mundo y dudan de la más presente realidad: “Recuerdo el mar/ soñé estar aquí/ y no recuerdo despertar” (Engaña). Mucho menos inocente resulta, en “Déjà vu”, la alusión a imágenes surrealistas como las de los relojes de la pintura de Dalí: “Mira el reloj, se derritió”.





Suele pensarse a Nietzsche como un filósofo nihilista. La postulación de la muerte de dios, en efecto, lo entrona en el marco de ese espectro. Sin embargo, el nihilismo nietzscheano, lejos de ser negativo, posee un carácter positivo. La muerte de dios, según esto, coloca al individuo en el centro del escenario del mundo, dueño de si mismo, y en libertad -por fin- de acción. Porque dios ha muerto es precisamente por lo que el ser humano se aferra a la fuerza de la vida, ejerciendo su voluntad de poder. Esa fuerza vital (natural) que lanza al superhombre a la creación de nuevas concepciones de mundo, de nuevos valores y de nuevos sentidos, arroja luces acerca de la importancia siempre actual y consabida del arte en nuestro tiempo irrepetible, como todo lo que vuelve a suceder.

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