lunes, junio 16, 2008

Los tiempos que no corren

Presentación

Hay un pasaje: el que va de un mundo perdurable, el mismo que parecía extender su brazo hacia un futuro dudoso pero no por eso menos deseable y no por eso repelente de un sustrato inamovible, cristalizado en un sustento colectivo y convocante, siempre en pos de un ansia de proeza en construcción eterna (aún en el silencio posterior a la guerra –pienso en Benjamin y su ensayo “Experiencia y pobreza”-, aún ante la impavidez de lo inenarrable o los síntomas de la alienación), siempre el espíritu de la modernidad apelando a un ícono que proyectaba su luz a lo largo del tiempo, desde un pasado épico inaugural hacia algún porvenir de redención conjunta; el pasaje que va desde ese mundo instalado en el tiempo a un mundo de confusa diacronía, cuya nostalgia deviene en fragmentos de imágenes condensadas en la brevedad del instantes, y cuyo amparo nace en la exacerbación del día a día, el brillo de lo nimio y la insistencia de la fugaz.

Caracterizar esta última instancia, procurando un análisis reflexivo e integrador a partir de las posturas de R. Forster, F.Jameson y J. Sinclar, es el propósito inicial de este trabajo. Finalmente, y a partir del discurrir en torno a esas cuestiones, intentaré abordar de manera teórica la cuestión que atañe al presente de los medios de comunicación social, tendiendo a plasmar una lectura que instale la posibilidad de una observación crítica y la presentación de un marco teórico para un análisis pormenorizado.


Desarrollo

Entender el pasaje de un mundo a otro es, quizás, interpretar el silenciamiento de la Historia. Es al menos el sentido que Forster le imprime a esa cuestión, en su anuncio de que la humanidad está cansada de las mayúsculas. En ese sentido, los grandes relatos y travesías del pasado han dejado su lugar al periplo minúsculo de lo cotidiano en un presente constante: siempre es hoy. Esa falta de referencia, de anclaje, permite suponer una negación de los gestos causales. Podemos suponer que este presente de la humanidad enarbola un principio de descreimiento, casi un escepticismo crónico que desoye el antiguo canto de las sirenas y escucha el grito propio, cercano, al que intuye vivo sólo en la presencia del individuo aislado y sin trascendencia.

Jameson hace hincapié en un rasgo de la contemporaneidad que se relaciona con una estética de recepción de la antigüedad: el uso del art-decó en función de provocar la nostalgia del espectador. Según eso, hay una pérdida del sentido de lo contemporáneo y, posteriormente, lo que él llama la liquidación de la historicidad, todo lo cual deviene en la imposibilidad manifiesta de experimentar la historia y de proporcionarle al receptor un rol activo respecto a esas representaciones. Tanto Forster como Jameson parecen plantear una escisión del individuo en relación a una lógica temporal (ya sea por una pérdida del sentido mítico tradicional, o también por un vínculo con el pasado que desorganiza la percepción e infunde incoherencia en el modo de recepcionar ese pasado), lo cual nos lleva a pensar al sujeto posmoderno como una entidad inscripta en una realidad que no supone una verdadera tensión dialéctica con sus orígenes, como si la lógica de las causas/efectos se redujera a una sincronía desbordante cuyo única ligazón con un pasado posible es, o bien un síntoma de desconfianza para con lo héroes de un mundo en el que ya no se cree, o bien -como señala Jameson- una puerta a la esquizofrenia que implica el caos de los significantes y la primacía del mero presente sin amalgamiento temporal.

Es interesante pensar estas cuestiones con la lógica de la fragmentariedad, característica de la posmodernidad. Es decir, la puesta a punto de lo antedicho conduciría precisamente a un tipo de experiencia cuyo relato -del tipo que fuere- se plasmaría de un modo no unificado, en constante disgregación. Si el héroe posmodernos es un héroe individual y cotidiano, parece lógico entonces pensar que ese sentido de la heroicidad acabe cristalizándose en la atomización de lo colectivo, en la discontinuidad de lo integral. De algún modo, el héroe singular y fugaz no habla de otra cosa que de la pérdida del sentido de totalidad que rige la vida en la posmodernidad, y da vía libre a un collage de relaciones (“al espectador posmoderno –nos dice Jameson- se le pide lo imposible: que contemple todas las pantallas a la vez”) que opera en desmedro de la idea de conjunto en el que ha dejado de creerse.

Parecería ser, tal como sugiere Forster, que el sujeto posmoderno habita un espacio alejado de todo proyecto transformador, en la medida en que una proliferación del sentido fragmentario, del avance de lo minúsculo-privado por sobre la integración con el afuera (un afuera de lo individual y de lo cotidiano, es decir: un más allá de lo intrascendente), vuelve ciega cualquier intensidad crítica tendiente recuperar el tiempo del héroe perdido (apresado ahora por la puesta en escena de su propia espectacularización anestesiante) y salirse de un orden al que no puede contradecirse desde un hábitat sin conexión con lo utópico y colectivo.

¿Es la posmodernidad la instalación de un vasto espacio caracterizado por la obturación de todo intento posible por planificar un verdadero cambio de índole antropológico? El mito clásico, devenido en un fantasma cuya vida real ya no se recuerda -alejado de la praxis vital, reducido a una zona autónoma, y apenas vidriera de esparcimiento-, parece, por el momento, el signo cabal de lo perimido para siempre, y, en ese sentido, la posibilidad de extender el brazo del presente hacia un más allá imaginable suena tan espectacular (tan inconcebible en su entidad real) como los héroes del mundo que ha quedado atrás.

Pero si la lógica de esa épica -otrora eficaz y generadora de un panorama que se inclinaba hacia la utopía- hoy se presenta ante los ojos de la humanidad como un postal desvaída y carente de vitalidad, no parece menos distorsionada la imagen de una actualidad al menos desconcertante. Y es que, en efecto, subyace a la coyuntura de la posmodernidad “un intento defectuoso de concebir -mediante los emblemas de la tecnología avanzada- la totalidad imposible del sistema mundial contemporáneo”. Para Jameson, de hecho, el grado tecnológico que se nos presenta y al que se accede en el marco de la etapa multinacional del capitalismo se patentiza en una red de poder y control inasimilable para la humanidad. Tal vez sea eso otro de los motivos que determinan las características del héroe de la actualidad que Forster analiza: impelido a no poder tomar una distancia crítica respecto de un pasado que le pueda proveer una proyección trascendental, y sumergido en un presente sofocante cuyo aparato tecnológico lo obliga a percibir una realidad amenazadora y conspirativa, pareciera una salida por decantación ese abundar en la seguridad de lo mínimo y particular, como si la singularidad de lo individual fuese la única entidad en el que el sujeto posmoderno es capaz de depositar algún cúmulo de los sueños de grandeza perdidos en una antigua vorágine de utopías que alguna vez parecieron posibles.

Por otro lado, el signo primordial de lo contemporáneo se intensifica a partir de la noción de hiperespacio: la arquitectura colosal del espacio posmoderno parece suponer un desafío a la percepción, a la sensibilidad y la psicología del sujeto que la vive y la transita, acaso desconociendo que esos efectos aún parecen difíciles de abordar. La tesis de Jameson se concreta con un análisis que da cuenta de la incapacidad de los humanos para ubicar su cuerpo en un espacio que lo sobrepasa, planteándolo en términos cognitivos, es decir: la ausencia de una cartografía mental que consiga representarse el mundo exterior, y, por extensión, esa red comunicacional que adquiriría de ese modo una connotación carcelaria.

Podemos integrar esta lectura a la tesis de Forster acerca de la ausencia de sentido que caracteriza a la vida carente de una temporalidad trascendente. Alejados, entonces, de ese momento de significación, preso en la cápsula del instante pero, además, preso en un hiperespacio imposible de pensar, sin una brújula ordenadora del caos de una red sublime (majestuosa y a la vez terrorífica), el individuo posmoderno se enfrenta a una encrucijada que lo coloca en una zona de aislamiento, por lo que se ve impelido a buscar referentes dentro de un diámetro que no trascienda ni el hoy omnipresente, ni una demarcación del espacio que, de cruzarla, lo pondría de cara a una realidad imposible de asir y de catalogar por medio de un croquis mental que facilite la tarea de representar el mundo.

De ahí que la verdad de los héroes de hoy adquiera relieve en la fugacidad y en la inmetiadez de unos individuos depositarios de la necesidad de creer en algo, si pensamos en la orfandad de ideas de la que Forster nos habla. Casi por definición, se trata de héroes sin trascendencia constitutiva. ¿De qué manera podría hermanarlos a una trascendencia que signifique una proyección hacia un futuro perdurable, si el porvenir no es más que una fábula sin una esencia verdaderamente tangible?

Vale aclarar que Forster distingue entre el individuo autónomo moderno que reemplaza a lo dioses, expresa confianza y se lanza al futuro, y el mito arcaico de lo inconmensurable. Para Forster, precisamente, el héroe posmoderno significaría un regreso a lo indescifrable del más antiguo pasado, en el sentido de que ya no existe el individuo autónomo de la modernidad, desafiante del caos, sólo por encontrarnos (siempre ahora) en el registro vasto de lo sublime y de lo desconcertante, para pensarlo en los términos en que lo plantea Jameson.

Ya no hay emisario de lo nuevo. Y, sobre todo, no hay acción efectiva que pueda asociarse a esa búsqueda de la mutación conjunta. En consecuencia, se evidencia un giro de lo público hacia lo privado, y aura de una historia que alguna vez fue portadora de las grandes faenas únicamente brilla en la cera de los museos (y es que parece recepcionarse, siempre, empapado en esa impronta arcaica y obsoleta, sea como sea que se exhiba, no importa demasiado el formato de la vidriera).

Entre tanto “momento de falsedad” y simulacro, Jameson se pregunta si existe un instante de verdad. Y lo hace en términos de pensar la posibilidad de concreción de una política cultural acorde a nuestra contemporaneidad. En este punto, me parece importante remarcar que para Jameson se ha pulverizado la distancia crítica en el espacio posmoderno. Parecería, de este modo, que no hay un afuera de la cultura. Y es así que toda forma de reacción o de plan resistencia parecerían poseer en si mismos el germen que los deja pegados al sistema que integran. Su propuesta, en ese sentido, pasa por echar orden al caos por medio de una forma cultural que presenta en términos de mapas cognitivos, sobre el supuesto de que la desorientación supone la alienación del sujeto. El planteo de Jameson parece comprender la posibilidad de otorgarle al sujeto individual, imbuido por la cotidianidad, un marco que le permita salir de lo mínimo y singular y le permita representarse un todo. Lo cual significaría, también, un mapa de las relaciones sociales. Para tal tarea se impone una necesidad de generar formas nuevas que sean capaces de dar cuenta de la complejidad de las representaciones. ¿Será entonces, me pregunto, un mapa que intente ubicar al héroe posmoderno en un lugar repensado, cuya realidad respecto a la que hoy es evidente sea otra dentro de esa cartografía social a construir?

Por lo tanto, lo Jameson parece estar diciendo es que de algún modo no se trata de retomar la figura del héroe moderno del que Forster da cuenta. Retrotraernos a esa figura tal vez sólo sirva para asegurarse la descontextualización del hoy y pretender hacer encajar en la lógica de la posmodernidad aquello que sólo se desprende de un momento distinto, inimaginable para el actual sujeto. Para acceder a esa instancia de una nueva forma cultural se debe más bien acaparar todo el conjunto de la posmodernidad, con todo lo que eso implica, y procurar una nueva forma de representación aún inimaginable. El fin último es, naturalmente, político, y comprende la posibilidad entrever una acción efectiva (la que los héroes posmodernos son incapaces de llevar a cabo) dentro de la vastedad asfixiante (sin cartografía) del espacio social actual. Para eso se vuelve imprescindible remodelar la noción de sujeto individual y colectivo.


Conclusión

La idea del héroe posmoderno plantea una muy estrecha relación con el héroe mediático. En este marco, la proliferación de miradas que se detienen en el endiosamiento de lo privado y de lo cotidiano, de lo fugaz y de lo mínimo, se condensan en el vasto dispositivo que los medios masivos ponen en juego a diario. Ese paisaje de los medios, tal como lo llama Sinclair, acapara los contenidos que, por un lado, significan la heterogeneidad de las imágenes, la política, los bienes y las noticias; y, por el otro, la homogeneidad de lo global. En efecto, para Sinclair homogeneidad y heterogeneidad conviven sin contradicciones ni efectos antagónicos.

Por otro lado, se da la existencia de otros paisajes (sumados al de los medios: personas, tecnología, ideas) cuya relación entre sí se vuelve caótica, en la medida en que cada uno posee su propia dinámica y se mueven en distintos tipos de flujos, que suponen diferentes y variados tipos de tensiones que acontecen a nivel global. En este punto, habría que pensar en el rol de los medios en relación a la omnipresencia del hoy, la estetización del héroe posmoderno y a la falta de esquemas (cartografías sociales o mapas cognitivos) para asimilar una totalidad sin representación posible.

Una característica a tener en cuenta respecto del efecto que los medios producen a partir de ciertas prácticas, es la surge a partir de la idea de espectacularización como dispositivo recurrente. De hecho, es difícil observar en los medios televisivos algo que no se presente a los ojos del receptor de un modo espectacularizado. Parecería que aquello que escapa a esta lógica de consumo no es funcional en modo alguno, no sirve. Incluso temáticas como el de la pobreza son cooptadas por esa lógica y también estetizadas al máximo, como también ocurre con la memoria, o incluso el dolor, como se patentiza con claridad en los programas que recopilan accidentes, o en la exposición mediática de quienes sufren determinado trauma.

Fenómenos como la glocalización, al que Sinclair se refiere, no son más que el ejemplo de la heterogenidad (pluralidad de particularismos regionales, es decir: segmentación) al servicio de la homogeneidad (un concepto global que opera de fondo e intenta adaptarse), siempre con un fin de consumo.

En relación a la preeminencia del presente y a la imposibilidad de acaparar el pasado, habría que hacer hincapié en la cuestión de la fragmentación del discurso y de la imagen que opera en el paisaje de los medios: la ruptura de toda narración. Es interesante pensarlo en relación a la ruptura de la cadena del significante que plantea Jameson, en el sentido de un síntoma de esquizofrenia (retomando algunos de los postulados lacanianos) que impide amalgamar y dar sentido al correlato de la Historia.

Otorgar sentido tal vez sea una cuenta siempre pendiente en esa maraña de particularidades y de fragmentos que se alejan de una mirada crítica. Pensar nuevos modos de representación a través de los medios de una realidad difícil de asimilar, quizás forme parte de la misión utópica que se ha perdido, del brazo extendido hacia un futuro cuya única realidad, por el momento, parece ser el presente.



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